Jaque mate.
László Nemes y su cámara nunca se alejan demasiado. Y nos obligan a nosotros a permanecer cerca. Nunca nos distanciamos del horror. Si el protagonista debe atravesar este infierno, nosotros lo hacemos con él; vemos lo que Saúl ve y escuchamos lo que Saúl escucha. Estas son las reglas del juego. Los planos de extensa duración, tan prolongados que uno empieza a preocuparse por la razón del corte esperando de antemano lo peor, y el incesante uso de un único lente (40mm), están a disposición de provocar en el espectador una sensación unívoca; de a momentos puede resultar monótono, pero este resulta ser el movimiento clave para la funcionalidad del film. La ansiedad se apodera de nosotros. Tanto el punto de vista como el punto de escucha se encuentran tan limitados que no somos capaces de dar un respiro sin inquietarnos por aquello que nos depara. Y sí, digo “nos” porque El Hijo de Saúl no es otra película que trabaja el nazismo desde una visión convencional: mientras el film avanza, la relación espectador- protagonista se forja de la misma manera que cualquier relación entre dos individuos; los campos de concentración pasan a tomar el papel de entorno, de marco histórico. El conflicto se vuelve personal.
No vemos el horror… estamos inmersos en él. Siempre está a nuestras espaldas pero nunca le contemplamos el rostro. Está latente mediante los sonidos que emite y lo poco que queda al alcance de nuestra vista recordándonos que sigue allí, que nunca se ha ido. Los gritos de los oficiales nazis, los gritos de desesperación de hombres, mujeres y niños mientras son ejecutados en cámaras de gas, sus golpes contra el metal de las puertas en un último intento por permanecer con vida, las partes de cuerpos desnudos apilados unos sobre otros en el centro de inmensos galpones fríos. El fuera de campo en su máximo esplendor. László Nemes trabaja cada aspecto de la puesta en escena delicadamente, como si su película fuera un juego de ajedrez. Tiene en claro que lo que se sugiere tiene más peso que toda la violencia que pueda mostrarse de forma explícita: él nos da las piezas… nosotros construimos el infierno al que nos sometemos.
Dicho esto, y habiendo destacado la maestría con la cual se han trabajado los diversos aspectos de la puesta escena, resulta necesario decir que El Hijo de Saúl es un film frío, carente de pasión, como si hubiera nacido muerto. Esto no quiere decir que no sea capaz de transmitir fuertes emociones al público, porque sí lo hace, pero mientras uno toma el riesgo de entregarse de lleno, éste te traiciona y permanece a un costado. La puesta en escena tiene la fuerza suficiente para crear las atmósferas buscadas, pero en cierto punto hace falta que el contenido se adentre en un paraje emocional al cual el realizador parece ajeno. Mientras se le atribuye a Nemes haber tomado el riesgo de rodar la película enteramente en planos cerrados, cabe cuestionarse si realmente este ha sido el movimiento riesgoso: el realizador no solo es un autor, también es un estratega. El Hijo de Saúl tiene todas las fichas para lograr el reconocimiento en festivales de gran importancia debido a su marca autoral, y a su vez conseguir el éxito comercial gracias a la temática que trabaja, la cual parece no cansar (¿hace falta decir que es el tópico fetiche de la Academia desde hace ya varios años?); así, el cineasta húngaro se para con un pie sobre cada pilar: por un lado el cine de culto reforzado por la crítica, y por el otro, en el cine que apunta hacia un público masivo. László Nemes sabe que para poder llevar a cabo su siguiente film debe garantizar el triunfo del anterior, y más aún tratándose de una ópera prima; es por esto que repite en su película la misma modalidad utilizada en su cortometraje Türelem (2007), premiado a nivel internacional. ¿Y qué mejor manera de asegurar el éxito que obteniendo un posible Oscar? El Hijo de Saúl apenas es el comienzo de una fructífera filmografía.