¿Han dejado de llorar los corderos? Rams (Hrútar, 2015) nos ofrece una premisa más que prometedora, donde Gummi y Kiddi, dos hermanos que no se dirigen la palabra desde hace cuarenta años a pesar de vivir en propiedades agrarias contiguas ubicadas en tierras islandesas, encabezan una pequeña resistencia tras proclamarse una medida gubernamental que atenta con destruir el legado que han heredado de sus ancestros. Ambos le dedican su vida a la cría de ovejas de linaje Bolstadir, lejos de cualquier relación semejante al entorno familiar o incluso conyugal, permaneciendo a solas bajo las sombras de disputas familiares que han desequilibrado el vínculo fraternal. Al desatarse una preocupante epidemia entre los corderos, capaz de afectar a las crías de generaciones en generaciones, el Estado opta por sacrificar a todas las ovejas del valle poniendo en juego la idiosincrasia de una sociedad que gira en torno a la apreciación de aquel sagrado animal. Los dos hombres buscarán proteger, cada cual a su manera, aquello que refleja la herencia de un nombre, de una familia, y que al fin de cuentas es su razón de ser. El director Grímur Hákonarson decide trabajar con planos duraderos en los que se logra apreciar las calculadas composiciones, expuestas por un delicado trabajo desde la fotografía que propone ahondar en aquella vida rural y sus consecuencias, sin llegar al punto de agobiar al espectador. A su vez, estos parámetros estéticos que caracterizan al cine nórdico conviven con un registro actoral naturalista, alejándose de las interpretaciones estoicas y apáticas, y centrándose en una pose de “no actor” aunque así no lo sea. Sigurjónsson y Júlíusson, los protagonistas, le adjudican un importantísimo grado de humanidad a la obra, diferenciándola del cine estándar proveniente de aquellas zonas y envolviendo a la historia con una carga emocional que juega un rol primordial a la hora de su visualización. Del mismo modo, Hákonarson apela a un tono tragicómico y entrelaza la aflicción del relato con escenas que rozan el absurdo, manipulando así el punto de vista del espectador con la intención de que un film de pocos recursos no se vuelva tedioso sino que, por el contrario, se renueve constantemente. No obstante, el realizador controla con tal maestría las herramientas cinematográficas que ninguna logra destacarse por sobre otra, desembocando en una obra uniforme y fuerte. Rams posee una singularidad dotada por sus raíces folklóricas y el tono dispuesto, así la película puede ser leída como el espléndido desempeño de una serie de decisiones acertadas. Estamos ante un film de personajes y espacios, donde los protagonistas evolucionan cuando sus hábitats lo hacen, donde el encierro y la libertad son sinónimos, y donde la memoria lo es todo. Rams es compatible con la música clásica, con una de esas piezas que -gracias a su personalidad y tempo- son perfectas a su manera.
Ella nunca se fue. Pedro Almodóvar se inspira en Destino, Pronto y Silencio, tres relatos pertenecientes al libro Escapada, escrito por la autora Alice Munro, para desenvolver el melodrama que se narra en su último largometraje, Julieta. El film abarca el deterioro de una relación madre-hija, donde la protagonista (quien le adjudica su nombre a la película) se desmorona tras reencontrarse con alguien que la transporta al pasado. Como un adicto, no hace falta más que probar por un breve instante aquello que te ha hundido alguna vez, para volver a verte en la situación que parecía haber sido superada, dice ella: su nueva vida se cae a pedazos porque no es más que una falsa y débil superficie. Con todo el estilo de una obra realizada durante los años dorados de Hollywood, Julieta (Emma Suárez) busca redimirse y enfrentar la culpa a través de un escrito dedicado a su hija, en el cual le confesará aquellas cosas de su pasado que jamás le ha dicho; así, sin ir más lejos, es cómo nos adentramos a los flashbacks que constituirán en mayor parte el film. Julieta (Adriana Ugarte), a los veinticinco años, leyendo en un tren de larga distancia. Así se abre el entramado de recuerdos. Los hermosos colores de los decorados y vestuarios se destacan, acompañados por una acertada puesta de luces; todo lo que uno podría esperar en un buen film de Almodóvar. Una secuencia sólidamente guionada donde cada elemento está planteado desde una necesidad narrativa; la precisión se evidencia a cada segundo, mientras nos dejamos envolver en una atmósfera tan única que no querríamos dejarla jamás. Una secuencia que lo tiene todo: los personajes, la estética, el suspenso, el amor, la relación carnal y aquel hecho que cambiará la vida de algunos. Una secuencia que te hace creer en la magia del cine como lo han hecho los grandes maestros. Una secuencia que promete un enorme film. Lamentablemente, sin saberlo, nos encontramos en el punto más alto de la película y lo que quedará en nosotros es aquella promesa en falso. Al igual que su protagonista, el desarrollo de la obra sufre de repetidos estancamientos que ayudan a que el espectador nunca termine de empatizar al cien por ciento con el personaje. Almodóvar ha vuelto a contar esas historias que pocos conocen tanto como él: aquellas que giran en torno a las mujeres. Aun así, se queda a medias y no termina de alcanzar el alto rendimiento al que nos tiene acostumbrados. Julieta se acerca a Volver (2006) y Los Abrazos Rotos (2009), obras que se ven impregnadas por una mirada más oscura en relación a sus films previos, obras en las que encontramos una visión más crítica y reflexiva que acarrea la culpa del pasado. La diferencia reside en que en su más reciente película, estas cualidades se sienten más superficiales y no llegan a mover al público como antes si lograba. El cine de Almodóvar ya no se siente igual. Se extraña la ironía, el absurdo, la sátira y todo eso que lograba mover el piso de cada uno que viera alguna de sus películas. Hoy por hoy, sus obras pueden ser apreciadas desde un punto de vista analítico, pero están lejos de llegar a la altura de sus obras maestras; su marca, su huella, puede seguirse viendo en su filmografía más reciente, pero ha perdido la fuerza que antes se admiraba. Julieta es una buena película, pero uno saldrá de la sala igual a como ha entrado.
Jaque mate. László Nemes y su cámara nunca se alejan demasiado. Y nos obligan a nosotros a permanecer cerca. Nunca nos distanciamos del horror. Si el protagonista debe atravesar este infierno, nosotros lo hacemos con él; vemos lo que Saúl ve y escuchamos lo que Saúl escucha. Estas son las reglas del juego. Los planos de extensa duración, tan prolongados que uno empieza a preocuparse por la razón del corte esperando de antemano lo peor, y el incesante uso de un único lente (40mm), están a disposición de provocar en el espectador una sensación unívoca; de a momentos puede resultar monótono, pero este resulta ser el movimiento clave para la funcionalidad del film. La ansiedad se apodera de nosotros. Tanto el punto de vista como el punto de escucha se encuentran tan limitados que no somos capaces de dar un respiro sin inquietarnos por aquello que nos depara. Y sí, digo “nos” porque El Hijo de Saúl no es otra película que trabaja el nazismo desde una visión convencional: mientras el film avanza, la relación espectador- protagonista se forja de la misma manera que cualquier relación entre dos individuos; los campos de concentración pasan a tomar el papel de entorno, de marco histórico. El conflicto se vuelve personal. No vemos el horror… estamos inmersos en él. Siempre está a nuestras espaldas pero nunca le contemplamos el rostro. Está latente mediante los sonidos que emite y lo poco que queda al alcance de nuestra vista recordándonos que sigue allí, que nunca se ha ido. Los gritos de los oficiales nazis, los gritos de desesperación de hombres, mujeres y niños mientras son ejecutados en cámaras de gas, sus golpes contra el metal de las puertas en un último intento por permanecer con vida, las partes de cuerpos desnudos apilados unos sobre otros en el centro de inmensos galpones fríos. El fuera de campo en su máximo esplendor. László Nemes trabaja cada aspecto de la puesta en escena delicadamente, como si su película fuera un juego de ajedrez. Tiene en claro que lo que se sugiere tiene más peso que toda la violencia que pueda mostrarse de forma explícita: él nos da las piezas… nosotros construimos el infierno al que nos sometemos. Dicho esto, y habiendo destacado la maestría con la cual se han trabajado los diversos aspectos de la puesta escena, resulta necesario decir que El Hijo de Saúl es un film frío, carente de pasión, como si hubiera nacido muerto. Esto no quiere decir que no sea capaz de transmitir fuertes emociones al público, porque sí lo hace, pero mientras uno toma el riesgo de entregarse de lleno, éste te traiciona y permanece a un costado. La puesta en escena tiene la fuerza suficiente para crear las atmósferas buscadas, pero en cierto punto hace falta que el contenido se adentre en un paraje emocional al cual el realizador parece ajeno. Mientras se le atribuye a Nemes haber tomado el riesgo de rodar la película enteramente en planos cerrados, cabe cuestionarse si realmente este ha sido el movimiento riesgoso: el realizador no solo es un autor, también es un estratega. El Hijo de Saúl tiene todas las fichas para lograr el reconocimiento en festivales de gran importancia debido a su marca autoral, y a su vez conseguir el éxito comercial gracias a la temática que trabaja, la cual parece no cansar (¿hace falta decir que es el tópico fetiche de la Academia desde hace ya varios años?); así, el cineasta húngaro se para con un pie sobre cada pilar: por un lado el cine de culto reforzado por la crítica, y por el otro, en el cine que apunta hacia un público masivo. László Nemes sabe que para poder llevar a cabo su siguiente film debe garantizar el triunfo del anterior, y más aún tratándose de una ópera prima; es por esto que repite en su película la misma modalidad utilizada en su cortometraje Türelem (2007), premiado a nivel internacional. ¿Y qué mejor manera de asegurar el éxito que obteniendo un posible Oscar? El Hijo de Saúl apenas es el comienzo de una fructífera filmografía.
La edad de la inocencia. Innegablemente el choque de culturas como pilar estratégico para la narración cinematográfica ha brindado sus frutos en los últimos años. Una vez que cinco hermanas, que experimentan el apogeo de su adolescencia, son condenadas socioculturalmente por sus actos “inmorales”, ¿cómo es posible que el espectador no empatice con ellas de forma inmediata? ¿Resulta necesario mencionar que aquel acto indecente consiste en un inocente juego a modo de festejo por la finalización del período escolar? La película no lleva diez minutos y el público se encuentra de lleno con los acontecimientos en torno a esta hermandad. Como la menor de ellas menciona, sus vidas cambia en un abrir y cerrar de ojos: su libertad se ve en riesgo, su casa se vuelve una prisión y se ven forzadas a llevar un estilo de vida arraigado en los pensamientos de la sociedad turca más ortodoxa. Las cinco comienzan a verse inmersas contra su voluntad en una colectividad donde la cosificación de la mujer pasa desapercibida, donde la figura del hombre es superior, donde todo cobra un nuevo sentido… y nosotros nos vemos sumergidos en este contexto junto con ellas, gracias a una cámara en mano de registro cuasi documental que sigue a los personajes durante tomas relativamente extensas, sin perder la armonía de las composiciones ni la propuesta acordada con anterioridad. El director Deniz Gamze Ergüven no cae en la tentación de embellecer la obra con regodeos estéticos vacíos de cualquier tipo de acento ideológico. Mustang es un film que busca reivindicar el rol de la mujer en la sociedad, posicionándose en un lugar que queda en claro desde un principio y trabajando con una cámara que no titubea ni por un instante a la hora de enfrentar las ásperas situaciones con las que nos encontramos durante el transcurso de la historia. Tras leer estas palabras, uno podría anticiparse y dar por sentado que hablamos de aquella película con una crítica social moralista, a la cual ya nos tienen acostumbrados, pero simplemente estaríamos cometiendo un grave error. El film no se limita a ejercer un juicio de valor, sino que se encamina a jugar el papel de disparador, de fuerza motivacional, para el cambio inminente que será liderado por las jóvenes de generaciones contemporáneas y futuras. Esto es Mustang: un film feminista y generacional que se propone retratar una verdad del hoy por hoy, que mientras es combatida por muchos, otros optan por permanecer en un estado de ceguera. Es violenta y abrumadora, con esporádicos tintes de comicidad semejantes a las inhalaciones que uno puede llegar a tomar durante una breve y equívoca sensación de ahogo. Los respiros provocados por estos guiños narrativos son necesarios para sobrellevar la obra sin caer en un terreno angustiante e innecesario (tampoco llegan a opacar el fuerte impacto de lo verdaderamente importante para el público). Mustang no es una película para despejar la mente y dejarse llevar; es una película cruda y cruel… pero también lo es la realidad en la que vivimos, y debemos aprender a convivir con ella o a hacer algo para modificarla. Como algunos dicen, la esperanza es lo último que se pierde.
El hombre que nunca estuvo allí. Pocos directores provocan tantas expectativas como él; sin embargo, al entrar al cine y sentarse en la butaca a esperar a que comience lo nuevo de Woody Allen, uno ya sabe qué esperar. Han transcurrido varios años desde que sus mejores obras se proyectaban en salas por primera vez, y a lo largo de este período su cine ha afrontado (y superado) importantes desniveles. Aun así, es Woody Allen… y eso es suficiente para que nos sentemos durante hora y media a visualizar con entusiasmo su última película. Joaquin Phoenix conduce con estilo a lo largo de una carretera durante un día soleado; así comienza el film, así nos adentramos a aquel universo y así empezamos a suponer que Hombre Irracional (Irrational Man, 2015) es lo que promete. Una película bien realizada que quedará en las sombras de una imponente filmografía. En un principio todo gira alrededor de un gran cliché: la relación amorosa entre Abe Lucas (Phoenix), destacado profesor de filosofía, y Jill Pollard (Emma Stone), brillante estudiante universitaria; el hombre sabio, culto y especulativo, cansado de la vida misma, que despoja de cierta incredulidad a su alumna tras fortalecer un vínculo regido por el intelecto en primera instancia, reservando lo carnal en un segundo plano. Sí, esto supone ser Hombre Irracional, una comedia romántica más, adornada con espléndidas locaciones, una banda sonora impecable y una ilustre labor desde el departamento de arte. La historia comienza a agotarse rápidamente, no porque ya hayamos presenciado numerosas películas incitadas por un acontecimiento semejante, sino porque el director así lo desea; el film se reinventa y busca refugiarse en la premisa del crimen perfecto, otro disparador con el que Woody Allen ya ha trabajado previamente. Al igual que en Match Point (2005), el azar es una de las fichas fundamentales con las que el realizador se vale para condimentar el homicidio: Lucas propone que tanto el universo como la vida de cada uno de nosotros tomará un rumbo dominado por el azar, donde nos disponemos a confrontar hechos de mayor o menor importancia que nos afectan en determinada proporción, de manera irreversible. La “víctima”, un desconocido para el protagonista, no cuenta con nexo alguno que lo una al personaje encarnado por Phoenix, quien justifica su muerte convenciéndose de que su ausencia haría del mundo un lugar mejor, a causa del abuso de poder que aquel hombre ejerce diariamente. Matar le devuelve el sentido a su vida y le consigue un nuevo lugar en la sociedad, lugar que bajo sus ojos se encuentra más cercano al de un héroe que al de un criminal. Sin embargo, como se hace mención en el film, quien mata una vez, vuelve a hacerlo… Lucas emprende una nueva vida y junto a él, la película se re-direcciona hacia un punto de mayor interés. Lamentablemente, todo desemboca en un final predecible e insípido. La promesa de la causalidad regida por el azar se esfuma y entra en juego una cuestión moral poco interesante donde lo políticamente correcto es el factor dominante de los hechos. La sublime manipulación del espectador presente en Match Point, aquella posición ambigua y perturbadora de la culpa, y el valor que posee la suerte en la trayectoria de nuestras vidas, están en un campo muy lejano al que nos encontramos en este momento. No hay guiño, no hay vuelta de tuerca, todo sucede como debería suceder. A fin de cuentas se sale del cine satisfecho porque a pesar del decepcionante final, la película lo hizo pasar a uno un buen rato: el film no es pretencioso, conoce su target y no apunta a generar debates (ni internos, ni entre pares). La obra entretiene, pero tiene en claro que “Hombre Irracional” no serán las palabras que se recordarán al pronunciar el nombre de su director.
El hombre de la cámara. Una pequeña selección de fotografías rompen el silencio de una conversación cuya esencia consiste en una sólida base visual; una conversación entre el artista Sebastião Salgado y sus obras, que el espectador tendrá la oportunidad de presenciar durante casi dos horas, donde -semejante a esas escasas charlas entabladas con la familia o amigos más cercanos- no se anticipa la desmesurada repercusión que tendrá en nosotros. “Un fotógrafo es literalmente una persona dibujando con luz, un hombre escribiendo y reescribiendo el mundo con luces y sombras”; Wim Wenders acompaña con su pacífica voz las imágenes del epílogo, adelantándonos aquello sobre lo cual giran las fotografías, y por lo tanto, el film: el ser humano. El humano que, como explaya el cineasta alemán, es la sal de la tierra. Así se emprende el viaje guiado por los retratos de Salgado, retratos de una cruda realidad que provocan una mirada reflexiva sobre el papel que adoptamos en la sociedad, y a su vez un examen introspectivo sobre nuestro propio ser. Se expone ante nosotros la evidencia de una verdad que muchas veces optamos no ver: sí, el hombre es la sal de la tierra, pero también es aquello que la destruye. Las fotografías de Salgado te transportan de manera inmediata a la situación retratada, a aquel momento, a aquel lugar, junto a esas personas; éste es el motivo por el cual sus obras resultan tan cautivantes: su mirada no es la de un fotógrafo que solo busca dar a conocer aquello que presencia, sino que se aleja de esa visión ajena para encontrar su lugar junto a esta gente, acompañándolos, “queriendo” vivir lo que ellos viven y sentir lo que ellos sienten; se adapta a esa “nueva” realidad y captura con su cámara esos breves instantes de vida que desembocan en una inminente conmoción. Aquellas acciones detenidas en el tiempo, aquellas miradas eternas, son momentos únicos que reflejan la felicidad, el dolor y demás emociones en su estado más puro. El documental, al igual que el mismo ser humano, presenta una enorme ambigüedad: a pesar de que en más de una ocasión el contenido de las imágenes sea terrible, visualmente las obras cuentan con una hermosura innegable. El impacto no solo es logrado por lo que vemos, sino también por cómo lo vemos; la armonía entre la visión del fotógrafo y la situación retratada cumple con un equilibro sublime, como pocas veces es logrado. La Sal de la Tierra no se ve satisfecha con el uso superficial del entretenimiento como motor del film: Wim Wenders, Sebastião Salgado y su hijo, Juliano Ribeiro Salgado, realizan una oda al arte, al hombre y a la vida, en la que proponen una experiencia que nos conmueve, nos inquieta y nos revuelve tanto el estómago como nuestros pensamientos. Sin duda alguna, hoy por hoy, necesitamos más películas como esta.
Crónica de una niña sola Incomprendida es una película plenamente generacional, en la que la palpable e inconfundible fachada de la década de los ochenta juega como contrapunto para el trillado tópico del drama familiar. Asia Argento (The Heart Is Deceitful Above All Things, 2004) no se propone innovar en cuanto al planteo, sino que opta por acentuar su mirada en la inocencia de la visión infantil y lo que esto conlleva; no comprender y no ser comprendido. Aria (Giulia Salerno), una niña de nueve años de edad e hija de dos reconocidos artistas (Charlotte Gainsbourg y Gabriel Garko), es constantemente ignorada y maltratada por sus padres, quienes, tras el devenir de su divorcio, prefieren consentir a sus hijas de matrimonios previos.
Un poco de amor francés. Mis Días Felices es uno de esos films que pasan completamente desapercibidos, pero que al toparse con ellos uno no puede dejar de cuestionarse por qué no hacen más películas como esta. Detrás del simple cliché reside aquella particular mirada francesa que basta para hacer a la obra “diferente”: Caroline (Fanny Ardant), una dentista retirada que se ve obligada a afrontar su vejez y la de los que la rodean, establece una relación amorosa -o mejor dicho, sexual- con su joven profesor de computación Julien (Laurent Lafitte), como último acto cuasi desesperado por intentar evadir la inevitable monotonía a la que su estilo de vida se encamina. Si bien el adulterio tiene una presencia fundamental a lo largo del film, éste no trata sobre eso; no hay reclamos, llantos, discusiones o cualquier otra típica característica del género dramático… se opta por contar la historia de una mujer mayor que logra ser tan divertida, inteligente, deseada y vivaz como lo fue durante su juventud. De eso se trata Mis Días Felices, de una mujer que busca disfrutar la vida. La sexta película de Marion Vernoux (Love, etc., 1996) no pretende ser más -o simplemente algo diferente- de lo que es. No aspira a filosofar, a plantear problemáticas existenciales o a realizar una crítica social; todo está a la vista. Así como Caroline busca gozar de sus últimos años de vida, podría decirse que la realizadora francesa busca que el espectador disfrute del film; todas las herramientas aparentan estar dispuestas para la satisfacción del público: una atmósfera cautivante, situaciones que rebosan de complicidad, comedia, planos bien compuestos y una fotografía que logra complementarse a la perfección con el arte y su paleta de colores. Mis Días Felices resulta de extremo agrado desde el contenido y desde lo visual, deleitando al espectador con una trama absorbente y bellas imágenes. No cabe duda que otro gran factor que contribuye al encanto de la película es, por sobre todo, la interpretación de Fanny Ardant. Si bien ninguno de los personajes presenta un desmesurado grado de complejidad, resulta inevitable concebir la idea de que la actriz es la adecuada para el papel. Esto probablemente se deba a la naturalidad de su registro actoral: Caroline podría pertenecer, sin dificultad alguna, al círculo de personas que nos rodean. Y a esto mismo se apunta: a presentarnos un entorno “habitual”, rodeado por personajes “familiares” y conflictos que se ven a diario… pero también nos hace notar que hay otras maneras de ver las cosas. Mis Días Felices (o “Los Bellos Días”, como sería la traducción del título original). El nombre del film es sincero; no oculta nada. Una película que transmite libertad y que demuestra que en lo “mundano” también hay buenas historias.
Transcurre un accidente automovilístico pero el espectador apenas logra presenciarlo desde la lejanía. De uno de los autos logra bajarse Die (Anne Dorval), a los insultos y levemente herida. Sin embargo, a diferencia de todo lo que se podría llegar a esperar, nada de lo sucedido reviste demasiada importancia: la destrucción de un auto y unos cuantos golpes resultan insignificantes en comparación al choque que el estilo de vida del personaje está a punto de enfrentar. A esta altura uno ya respira el dramatismo que lo comienza a envolver aceptando con total normalidad determinadas condiciones que el film plantea; uno toma la decisión de someterse a la angustia generalizada que se encuentra por venir, ya que lo que estamos viendo no es un drama más del montón (al que Hollywood nos tiene tan acostumbrados). Mommy es un drama con tintes de comedia que busca generar en el público no sólo un tangible grado de aflicción, sino también de euforia y adrenalina. Mommy es un abanico de emociones, Mommy te hace sentir, Mommy es -en esencia- puro Xavier Dolan. Resulta necesario aclarar que a pesar de que la sustancia del último largometraje del cineasta canadiense subyace bajo los mismos parámetros que los anteriores (una descontrolada juventud en contraposición a la figura materna, acompañada por el descubrimiento de la sexualidad), Mommy es uno de sus films más importantes, funcionando como punto de quiebre en su carrera. La semilla de la película aparenta ser similar a la de sus obras realizadas previamente y su huella desde la dirección se manifiesta de manera irrevocable, pero no cabe duda alguna de que, junto a este mundo con el cual ya nos encontramos familiarizados, coexiste la idea de reinventarse como artista. Al igual que Pedro Almodóvar y Gus Van Sant, dos de sus más grandes referentes, Dolan comprende que aquel tópico “fetiche” que comparten (el de la homosexualidad en la sociedad moderna) no puede cumplir el rol de sustento para todas sus obras, o mejor dicho, no de modo tan explícito. En su última película la orientación sexual no reivindica un conflicto, sino que la sexualidad latente entre los personajes ayuda a constituir el entorno enfermizo que caracteriza al film: se produce una reorganización de los factores que componen el universo de sus películas. Tal vez a esto se deban las numerosas situaciones que no alcanzan su máximo potencial a lo largo de las secuencias; uno siente la ausencia de un vínculo (llegando al extremo en el que la ficción y lo autobiográfico se entrelazan) entre proyecto y director… pero como espectador, uno también lo comprende y celebra, porque el hecho de renovarse y salir de la zona de confort conlleva un crecimiento artístico. Mommy es la transición al nuevo cine de un joven cineasta que dejó de ser una promesa para asentarse como uno de los intelectos cinematográficos más interesantes (y hasta populares en determinados ambientes) de la actualidad. Tal vez, Mommy sólo sea una interrogante sobre las próximas obras del enfant terrible.
Hermanos y detectives. La breve secuencia inicial no da rodeos y presenta a los protagonistas de manera fugaz; no se oculta nada, basta con un par de situaciones del día a día para que el espectador comprenda que no existe mucho más que eso. Una breve introducción a la aparente monotonía que dos hermanos (Érica Rivas y Juan Minujín) conllevan como estilo de vida: el exhaustivo trabajo en un lavadero, cuidar a los chicos y desmayarse de cansancio en el sillón son algunas de las actividades que conforman la rutina. Suena el teléfono y aquí es cuando realmente la película comienza. La búsqueda es el disparador inicial del film y continuará cumpliendo el rol de motor hasta el final: la búsqueda de un padre accidentado (Hugo Arana), de una madre desaparecida (Beatriz Spelzini), de un bolso lleno de dinero y, -¿por qué no?- de un género. La película continúa su camino y mientras los minutos avanzan pareciera que la diégesis se expande, que el verosímil se arquea, y que así se da espacio a situaciones completamente inesperadas; se genera una constante renovación del film alternando entre atmósferas y clichés propios de diversos géneros y, al igual que un rompecabezas, cada uno de estos sucesos cuentan con un lugar único que les corresponde, ya que de no encontrarse allí no funcionarían. Resulta evidente que una elección de tal magnitud goza de cierta inminencia y a fin de cuentas los recursos desembocan en una espada de doble filo: a pesar de que por momentos se dan giros innecesarios a circunstancias y/ o atmósferas que no los favorecen (debido a que se destacan por sobre los aspectos cómicos y no los dramáticos) o no se prioriza lo suficiente la subtrama que hace realmente especial a la película (la búsqueda del dinero en sí concluye de manera más que apresurada), el film entretiene, no resulta cansador, y en su gran mayoría lo mantiene a uno expectante. Al fin y al cabo, funciona. La vivacidad de Pistas para Volver a Casa subyace en sus personajes y la mirada infantil con la que éstos encaran los problemas que surgen. En tanto que otra película hubiese utilizado la misma premisa como punto de partida para un drama, Jazmín Stuart (Desmadre, 2011) escoge tomar el riesgo de la comedia y trabajar los obstáculos que se presentan a modo de juego. Sí, Dina y Pascual son adultos, pero ese no es un motivo para que, entre hermanos, no puedan comportarse como cuando eran pequeños: así se suceden charlas sobre películas estrenadas durante su juventud, apuestas por helados y discusiones que giran en torno a algo carente de sentido. No resulta necesario guiarnos a un ambiente impregnado por la pesadumbre de la nostalgia, ya que aquellos momentos joviales desfilan ante nosotros en un tiempo presente. Pistas para Volver a Casa es un film peculiar que no se deja encasillar; una película sobre una familia disfuncional, un relato de aventuras, una comedia, y de a momentos hasta cuenta con tintes de suspenso. Pistas para Volver a Casa es un híbrido, pero uno más que efectivo.