De la sutileza al suspenso de cotillón
Que la anorexia –y su prima cercana, la bulimia– es cosa seria, lo saben perfectamente aquellos que la padecen y los familiares que rodean al enfermo. La ópera prima de la sueca Sanna Lenken –coproducida con aportes de su país y otros de origen alemán– se ubica a mitad de camino entre la película de “enfermedad de la semana” y el drama de crecimiento, con protagonistas que enfrentan, en un caso, el paso de la adolescencia a la adultez y, en el otro, de la infancia a la pubertad. Uno de los puntos fuertes de El hijo perfecto (perfectamente estúpido título local, ya que no hay aquí ningún hijo, sino dos hijas) es el consecuente sostenimiento del punto de vista del relato: es a través y sólo a través de la mirada de la jovencita Stella, que andará por los once o doce años (impecable performance de la debutante Rebecka Josephson), que el espectador conoce a los personajes, sus interrelaciones y el problema alimenticio que comienza a evidenciarse en el comportamiento y el estado de ánimo de su hermana mayor, Katja. O “la flaca”, como reza el título en idioma inglés elegido para su distribución internacional.
Katja es esbelta y linda y una promesa del patinaje artístico, casi un modelo de belleza femenina al uso, en particular para los idealizadores ojos de su pequeña hermana. Stella es más bien gordita pero su cuerpo, que apenas ha comenzado a cambiar, no parece ser un problema mayúsculo, al margen de un arbitrario miedo al crecimiento de vello por encima de sus labios. Es en la relación entre ambas, en esa amistad fraternal que se mantiene a pesar de la diferencia de edad (ínfima biológicamente, pero que en esas etapas suele ser gigantesca), en la confianza mutua que el film refuerza en algunas escenas tempranas y, también, en la ligera envidia que Stella comienza a sentir por su hermana, en particular cuando la ve patinando junto a su entrenador alemán, donde Min lilla syster demuestra sus dotes de sutileza y sensibilidad para el retrato de los personajes. Luego, por supuesto, llegan las sospechas y las confirmaciones: vómitos auto producidos, comidas ingeridas a escondidas –que no llegan a ser atracones–, entrenamientos físicos abusivos y, más tarde, la inapetencia casi total seguida de los primeros desmayos.
A partir de ese momento, la ecuación del guión suma fuertemente a los padres de las chicas, absolutamente ciegos ante la evidencia de lo que está ocurriendo delante de sus narices, y un tono claramente admonitorio comienza a envolver la historia. La pobre Stella no sabe bien qué actitud tomar, aunque la película se corre innecesariamente de ese dilema reemplazándolo con un simple chantaje entre hermanas. Luego de que el problema sale a la luz y la resistencia inicial se transforma en confesión, aflora lo peor de El hijo perfecto: el “hondo drama humano”, con una pareja de adultos actuando como padres necios e incluso brutos, los gritos y llantos, el innecesario psicodrama, el suspenso de cotillón. Borrando a los tropezones lo que se escribió con delicadeza, el film escrito y dirigido por Lenken se abandona a los imperativos de la corrección narrativa, con coda abierta a la esperanza que bien podría formar parte del institucional de un centro de rehabilitación especializado en trastornos alimentarios.