Under my thumb
Cuesta resignarse a que esta sea la última película en la que vayamos a ver a Daniel Day-Lewis. A la vez, después de verla, queda claro que el irlandés no podría haber elegido una mejor película para su retiro: El hilo fantasma es una ironía exquisita sobre un artista excepcional. Reynolds Woodcock, el personaje de Day-Lewis, es un costurero meticuloso y fanático del control que a lo largo de la película descubre que sus pretensiones de superioridad resultan miserablemente ridículas. ¿Se habrá sentido Day-Lewis, famoso por la obsesiva preparación de sus roles, interpelado en algún punto por la trama de esta película? ¿Habrá tenido lugar en él algún tipo de epifanía profesional que lo haya hecho decidir que esta tenía que ser su última interpretación? Me gusta pensar que sí. Sería una ironía brillante, perfectamente propia de un actor excepcional.
No menos meticuloso resulta Paul Thomas Anderson. Después de ese batiburrillo un poco masturbatorio que resultó Vicio propio, el californiano regresó a los climas intimistas y opresivos de The Master, pero con el aliento (un poco) más accesible de Petróleo sangriento. De cualquier forma, comparar esta película con las anteriores y con las múltiples influencias del realizador resultaría interminable y no le haría justicia a su última invención. El hilo fantasma es una película extraña y fascinante, de una belleza omnipresente pero nunca ostentosa, y de un sentido del humor (negro) sorprendente y delicioso. Es una película en la que todo se luce: el triunvirato de actores principales (Day-Lewis, Vicky Krieps y Lesley Maville) tejen un entramado de oscuras relaciones sobre la mesa del desayuno como si se tratara de una versión enfermiza de una película de James Ivory.
Desde Petróleo sangriento, Anderson ha abandonado la calidez humana de Magnolia y Embriagado de amor por cierta frialdad clínica a la hora de disecar conflictos que giran alrededor de la dominación y el poder. Resulta irrisorio que esta película haya compartido una nominación a mejor película en los últimos Oscars con La forma del agua: le lleva millones de años luz. Sin declamaciones ni indulgencias para con el espectador, el realizador construye con paciencia un relato oscuramente incómodo sobre los peligros del amor romántico. A medida que Reynolds profundiza su relación con Alma (el personaje de Krieps), una mesera torpe y aparentemente ingenua, El hilo fantasma se retuerce y (literalmente) se enferma: en contraste permanente con la bellísima música de Jonny Greenwood y con el festín visual que propician las creaciones del costurero, la película nos ubica en el medio de una pareja que se consolida en base a la crueldad: no afuera, sino desde el interior, jugando a la identificación y a la desidentificación. Anderson canaliza al mejor Scorsese para la que es una de sus mejores películas hasta la fecha. Lo único malo es que ahora hay que esperar a la siguiente.