Un vestido y un amor
El hilo fantasma, la nueva película de Paul Thomas Anderson, es un melodrama fascinante sobre la relación entre un diseñador de modas y su musa.
Es probable que El hilo fantasma no sea la mejor película de Paul Thomas Anderson –difícil superar la ambición excepcional de Magnolia– pero creo que es la que más brilla, alumbrando al resto de su obra que ahora convendría revisar. Digamos que es la película más andersoniana, la que nos permite postular una tesis: Paul Thomas Anderson dirige melodramas.
Uno asocia el melodrama a las historias de amor desmesuradas, pero el “melo” de la palabra proviene del griego “melos”, que significa “canción”. Y ya desde las primeras escenas de El hilo fantasma veremos –y escucharemos– cómo la música del inglés Jonny Greenwood, tecladista y guitarrista de Radiohead y constante colaborador de Anderson desde Petróleo sangriento en adelante, lleva la batuta literal de la historia y de las imágenes. Es imposible no recordar la secuencia de Magnolia en la que los personajes cantan “Wise Up” de Aimee Mann mientras miran llover.
Acá tenemos la historia de Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un diseñador de modas perfeccionista hasta la exasperación en Londres en los años ‘50, que trabaja junto a su hermana Cyril (Lesley Manville) y tiene relaciones con distintas amantes, hasta que conoce a Alma (Vicky Krieps, totalmente desconocida para mí pero a quien quiero ver de acá en más en todas las películas posibles), una mesera que lo cautiva y con la que entabla una relación obsesiva que va a tener algunas vueltas de tuerca inesperadas.
A diferencia de sus dos películas anteriores –en particular de la exasperante The Master–, acá el exceso está contenido y la enajenación de los personajes no contagia a la película, que resulta un viaje fascinante, barroco pero no tedioso, con espíritu gótico, elegante y, como ya se dijo en todos lados, ciertos rastros hitchcockianos. No hay que olvidar que, aunque a Hitchcock se lo asocia principalmente con el suspenso, muchas de sus películas fueron, también, melodramas.
No hay otro cineasta hoy, más allá de Anderson, cuyas películas merezcan ser vistas en pantalla grande; tal vez Quentin Tarantino. Pero no por el preciosismo de las imágenes, como si uno precisara verlas más grandes porque son bellas, sino por la energía y vivacidad de la puesta, por la complejidad en los gestos de los actores, porque cada plano tiene algo que lo hace único. La escena en la que Woodcock le toma las medidas a Alma ante la mirada severa de Cyril es el mejor ejemplo porque en los papeles no tiene nada especial, pero ante el ojo de la cámara de Anderson –que esta vez prescinde de su DF habitual Robert Elswitt y se calza el overol él mismo– está cargada con un erotismo exótico y un ritmo vibrante: los planos detalle de los números –los que escribe Cyril en el cuaderno y los del centímetro– se alternan con la postura al comienzo incómoda de Alma, que de a poco parece empezar a permitirnos vislumbrar qué se esconde detrás de ese rostro en apariencia inocente.