El hilo fantasma

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

DE ENTRE LOS MUERTOS

Paul Thomas Anderson es uno de los cuatro o cinco directores más estimulantes que la industria norteamericana tiene para ofrecer. Si hay una imagen que representa posiblemente el desarrollo de su filmografía es la de un embudo. En efecto, sus primeras películas corales progresivamente se fueron cerrando hacia un núcleo protagónico definido por la figura de una pareja. Amores extraños (Embriagado de amor), opuestos enfermizos (Petróleo sangriento, The Master, Vicio propio), hasta dar con el estado más depurado en El hilo fantasma, hipnótica y perfecta.

Hay películas exquisitas que son un bodrio; hay otras, como El hilo fantasma, que engañan con su serenidad y esconden una negrura arrolladora. Ambientada en Londres durante la posguerra, en el universo de la alta costura, comprende un mundo tan elegante como la cámara de Anderson, un viejo zorro conocedor y retorcedor de los grandes clásicos. En este caso se perciben los aires de un romance gótico con aires de Rebecca de Hitchcock y La escalera de caracol de Siodmak. Claro está, no sólo de homenajes y referencias vive Anderson. La historia avanza como una marea en medio de ambientes fantasmales, amores vampíricos y costumbres de alta gama. En este mundo fetichista, el director construye con prolija obsesión una trama por cuyos intersticios se cuela una relación de poder, una plataforma de vínculos oscuros pero al mismo tiempo iluminados por la sutileza del humor y la elegante desidia de dos seres humanos que confrontan, que pugnan por un espacio de poder que excede los rangos sociales de cada uno. Alma no se resigna a ser una más en la galería de mujeres que transitan por la vida de Woodcock y éste se sentirá envuelto en una relación de ribetes espectrales, será la víctima del yugo femenino (además del recuerdo de su madre). Y lo que es más importante, aceptará el rol que le toca. Párrafo aparte para ese animal de actor que es Daniel Day Lewis en el papel de Woodcock, maestro de la alta costura británica. Su composición es perfectamente mesurada: no hay un gesto que sobre ni un movimiento que falte. Dentro de ese bloque monolítico que define su personalidad y su prestigio, está el niño que se ríe a causa de la magnífica ironía que le depara el destino: la aparición de Alma, la pueblerina mujer capaz de tenerlo bajo su pulgar. Desde el casual primer encuentro, hay una larga cadena de pequeños duelos gestuales y verbales sostenidos en perfecta armonía.

La música vuelve a ser un factor decisivo para el director, anclada en una trama que se teje al mismo tiempo que los vestidos que diseña el protagonista. La extraordinaria composición de Jonny Greenwood es el reloj que mide las acciones aletargadas, las atmósferas y, sobre todo, los pasajes en los que los amantes parecen reírse por formar parte de un universo que escapa a toda lógica convencional. Porque, en efecto, ¿qué es lo que se esconde detrás de la fachada humana sino un halo de hermosa perversidad, oculto como las inscripciones en los interiores de los vestidos? Hacerlo visible sin estallidos y huyendo de los clisés del qualité es uno de los grandes aciertos de Anderson, a través de primeros planos ensoñadores, nítidos, refulgentes, encuadres cuidados (pero no arbitrariamente) y un sentido de la puesta en escena que integra a los personajes perfectamente. Hay que ver con qué meticulosidad y amor los gestos y los actos de cada uno de ellos se relaciona con el mundo del que forman parte, atravesado por el imaginario ambivalente de los cuentos de hadas, sobre todo a partir del valor que cobran los objetos materiales y los lugares prohibidos, sean llaves, hongos, habitaciones, vestidos, retratos, entre otros. Y sobre todo, porque al igual que los relatos maravillosos, debe haber un narrador que evoque los hechos para que estos sean posibles, para que se transmitan de boca en boca. Y allí está Alma, contando la historia frente al fuego ante un interlocutor expectante. Como también es notable la inclusión de una celosa guardiana (Lesley Manville), que remite a esa ama de llaves, de rostro imperturbable y conocedora de los secretos inconfesables.

La poesía tiene que ver con la cadencia, con la lentitud. La poesía está acá, en una morosidad que nunca es decorativa ni gratuita sino cómplice con la misteriosa naturaleza de las relaciones humanas, ese hilo fantasma que la mayoría llama amor.