El notable Paul Thomas Anderson cierra, si es cierto que esta es la última película de Daniel Day Lewis, una colaboración artística con broche de oro. Nunca mejor dicho, pues El hilo fantasma está centrada en un diseñador de moda, Reynolds Woodcock, en la Londres de los cincuenta. Uno de esos señores obsesivos, mandones y atormentados que regala el actor, condimentados con su sonrisa juvenil. Este se dedica a crear fastuosos vestidos para señoras de la alta sociedad, en una maison imponente de la que apenas se escapa la cámara de Anderson. Es el mundo del personaje, su reino íntimo, al que sólo tiene acceso su hermana y mano derecha. Un universo que funciona con el ritmo y la medida de sus tiempos y deseos, como si todo estuviera orquestado para no importunarlo. Y un reino que se agranda cuando conoce y trae a Alma, una camarera de talle perfecto que será su musa y su extraño amor. PT Anderson hizo una película de gran belleza, que funciona como un mecanismo de relojería, en la que todo salió bien y, parece, tal y como quería el realizador. Sus tres actores principales, extraordinarios, están a la altura de las circunstancias: concebir un retrato, o más bien una inquisición, acerca de la naturaleza del talento y del deseo, una exploración, a través de sus extravagantes criaturas, de las distintas formas de amor. Acaso fría, como su protagonista, El hilo fantasma regala un espectáculo de pura tensión hitchcockiana hasta su inolvidable final, con escenas cuya atmósfera podría cortarse con una tijera: basta una mirada, un ruido al masticar en el desayuno, un tono de voz, para desatar pequeñas tormentas. Cine. Del bueno.