Películas como ésta solo aparecen cada dos o tres años; quizás desde Carol (2015) no se vio un relato de época tan elegante, que apele al cine clásico, su morosidad, su capacidad para narrar a través de los rostros y sus mínimos gestos perfectamente calibrados, pero a la vez sea muy contemporáneo. Phantom thread es una película maliciosa, en un momento en el que lo malicioso, la ironía finísima y las capas de sentido que implica son algo infrecuente. Protagonizada por Daniel Day-Lewis, que ya canoso pero con la misma cualidad de varón inconquistable que deplegó hace más de veinte años en La edad de la inocencia (1993) encarna a ese estereotipo tan férreo del solterón en nuestra sociedad (un hombre que siempre es hermoso, autosuficiente, altanero, y se valora demasiado como para dejarse doblegar por una esposa), Phantom thread es un melodrama delicadísimo con un toque de comedia negra que ofrece sobre todo una imagen del matrimonio como una especie de danza de destrucción y conquista. Pero también, como el matrimonio, despliega una serie de temas que atañen a las relaciones de poder, la astucia, el amor como debilitamiento del enemigo y su profunda dependencia de la desesperación y el sufrimiento.
Ambientada en la Inglaterra de los años cincuenta, pero en particular en una casa en Londres donde los hermanos Reynolds y Cyril Woodcook se dedican a diseñar y confeccionar los vestidos más exquisitos asistidos por un pequeño ejército de costureras en guardapolvos blancos, Phantom thread se deja invadir por su representación del mundo de la alta costura. Todo en la vida de los hermanos Woodcook gira alrededor de la creación, el trabajo y la disciplina; la casa donde viven y trabajan parece un templo dedicado a la perfección, donde una casta de sacerdotisas silenciosas se dedica a fabricar vestidos que parecen salidos de los talleres de los dioses. En ese mundo ordenado él es el genio, al que no se debe perturbar en su inspiración, y la hermana (interpretada con una sobriedad alucinante por Lesley Manville) es una especie de esposa y asistente perfecta: porque no pide nada, y porque es la guardiana de la tranquilidad de su hermano, casi como si la falta de sexo fuera la única garantía posible de una convivencia feliz. Claro que la vida de los hermanos bajo la sombra terrible de la madre –a la que Reynolds imagina eternamente como una novia, y dice extrañar muchísimo– se tiene que romper.
Eso sucede con la irrupción de Alma (Vicky Krieps), una camarera que una mañana le sirve el desayuno a Reynolds y no tarda en convertirse en su modelo y amante. Vicky Krieps es un hallazgo: totalmente común por momentos, por otros una figura esbelta y elegantísima, y una cara que recuerda a la de Julianne Moore pero con menos intensidad, ella convierte a Alma en una contendiente que puede estar a la altura de Reynolds todo el tiempo, desde el primer duelo de miradas. Y digo contendiente con toda intención, porque como en el Hitchcock de La ventana indiscreta (1954), donde Grace Kelly era bellísima pero eso no bastaba para que el personaje de James Stewart dejara de considerarla una pesada que quería “pescarlo”, Alma es astuta de una manera sutil, y sabe que la única forma de doblegar a Reynolds es haciendo que se sienta derrotado. La dinámica entre ellos vale como representación del matrimonio entendido como una conquista de las artes femeninas que aprenden a “manejar” a un varón siempre esquivo –¿acaso nuestras madres no nos repitieron mil lecciones al respecto?–, pero también apunta y de hecho deja clavada una flecha en cierta verdad más general sobre el amor, la vulnerabilidad y la dependencia, que excede a los géneros. Los diálogos en los que Reynolds y Alma ponen en escena estas cuestiones son increíblemente divertidos y poéticos; es una especie de comenta Halley, y por lo tanto algo para celebrar con énfasis, una película que puede ser bellísima y profunda y al mismo tiempo, además de estar llena de chistes buenísimos, estar envuelta en cierta ligereza. ~