Con El Hilo Fantasma de Paul Thomas Anderson, se cierra la exhibición en nuestras pantallas de las nueve películas que compitieron por los premios Oscar —recordemos que ganó La forma del agua de Guillermo del Toro— y lo hace de la mejor manera posible; un digno broche de oro, una exquisita —por la ambientación— y perversa —por la trama— de las mejores obras que estuvieran nominadas y que recibió como premio el de Mejor Vestuario, que no está nada mal, pero que es, a todas luces, insuficiente.
- Publicidad -
La última película de Anderson parece, en cuanto a estética, la contracara de otro de sus films más ambiciosos: Petróleo Sangriento (2007). Y lo logra con el mismo actor, Daniel Day Lewis, que puede pasar de interpretar a Daniel Plainview, un rústico, desaliñado y despótico empresario del petróleo a Reynolds Woodcock, un también despótico, pero refinado empresario de la alta costura. En ambos casos, la meta de los personajes es la misma: la obsesión por el reconocimiento a través del éxito. Hay una frase de Daniel Plainview en Petróleo Sangriento que bien podría estar en boca de Reynolds Woodcock: “soy muy competitivo. No quiero que nadie más tenga éxito”.
Ambientada en los años 50, Reynolds Woodcock es un prestigioso modisto inglés que parece vivir en plena época victoriana. Sus desayunos en absoluto silencio rodeado de la más delicada porcelana, sus sofás tapizados de terciopelo bordó, su estudio al que se accede por unas escaleras en caracol —para llegar a la cima hay que ascender— rodeada de paredes de yeso blanco no hace más que descubrir una personalidad metódica, presuntuosa y plagada de manías. Daniel Day Lewis compone a un artista del diseño de una manera extraordinaria. Su mirada crítica a los detalles y creaciones como así a los interlocutores con quienes se rodea, transmiten una gama de sensaciones sumamente versátil.
En estos casos, el efecto de la mirada es sumamente importante. Del inquisitivo ojo “que todo lo ve”, cuando examina sus modelos recién salidos del taller, al de la ensoñación más amorosa, cuando se siente a gusto con la compañía que tiene enfrente; de la mirada de incertidumbre cuando las realidades cotidianas lo apabullan, al de terrible enfado por no saber captar planteamientos o reprimendas, el actor británico da lecciones de preciosismo actoral y pone de manifiesto por qué es considerado unos de los mejores actores de las últimas décadas.
El Hilo Fantasma narra la vida de Reynolds Woodcock, una vida que transcurre en un mundo de telas y encajes, de alfileres y té de Lapsang, de etiquetas con mensajes crípticos que oculta entre los pliegues de los vestidos de sus clientes más importantes y una soltería empedernida. Siempre acompañado de su hermana Cyril Woodscock (una extraordinaria actuación de Leslie Manville) que lo vigila, lo dirige y lo centra en el mundo real nos deja la sensación de que más que una hermana y socia pareciera ser una amante sesgada, una sombra que lo acompaña en todo pero que tiene entidad propia. De hecho, las parejas que logran acercarse un poco al mundo de bosquejos y desfiles de su hermano, entran y salen con tanta rapidez como lo hacen los diseños de sus vestidos.
Pero como en toda historia que se precie, tiene que existir un conflicto que desestabilice el status quo que rige su rutina, la de Cyril incluida. Este detonante lo encarna Alma (Vicky Krieps), un nombre que de alguna manera simboliza lo que estaba faltando a esas vidas exitosas pero vacías. Alma es una camarera que Reynolds conoce de casualidad en una de las salidas que realiza para paliar un poco el stress al que está sometido ante tanta autoexigencia. Ambos quedan imantados en una atracción de amor a primera vista tan presente en los cuentos de hadas. Reynolds ve un cuerpo perfecto para modelar. Alma ve una persona perfecta para acompañar, pero lo va a hacer a través del costado más indefenso de Reynolds: el de la vulnerabilidad, el de la necesidad y el de la debilidad, síntomas que van a ir apareciendo a medida que lo conoce. Síntomas que el modisto viene arrastrando pero que disfraza con sus telas engarzadas con perlas y sus forzadas sonrisas a las modelos de la alta aristocracia que acuden a su atelier.
Woodcock es vulnerable por no saber soportar el error, necesitado de un afecto protector por carecer de una madre que extraña e inseguro al no saber manejar los sentimientos.
Alma sabe interpretar todas esas variables y actúa de manera precisa y —aquí está el verdadero hallazgo de la trama— inescrupulosa. Al contrario de lo que se plantea al comienzo de la película, pasada la primera mitad, el director cambia las reglas de juego.
El Efecto Pigamalión —el mito griego en que un escultor se enamora de su propia creación— aquí se desarrolla a la inversa. Woodcock, como se cree en primera instancia, no transforma a Alma en una criatura idealizada, sino que es Alma la que logra cambiar a Woodcock en un modelo idealizado del amor. Y lo que detona esa determinación es un detalle tan insignificante como poderoso: el ninguneo altivo de una de las princesas europeas hacia ella en su propia casa, cuando esta representante de la alta alcurnia acude a solicitar un vestido de novia. Ante esto, Alma decide demostrar que ella no es solo una ayudante — como las demás costureras que forman fila como un ejército prusiano— sino que es la dueña de la casa, y por ende de su marido y de todo lo que lo rodea. Se lo hace saber a ella en forma verbal y se lo va a hacer saber a él, aunque de una manera un poco más radical.
A partir de este hecho, la película de Anderson toma un giro inesperado y se convierte en un verdadero thriller al más puro estilo Hitchcock. La hermana de Woodcock, que interpreta Leslie Manville, con su postura enigmática y desafiante ayuda mucho en esta atmosfera que se va enrareciendo. Un personaje que bien pudo haber sido la malvada de tanto films góticos de los años 50 como así también de films como Rebeca o Vértigo del rey del suspense.
Es a partir de aquí, de ese enfrentamiento con la soberbia aristocracia, que Alma va a desarmar a su marido física y sicológicamente. Sabe que de esa manera los síntomas que están latentes en Reynolds van a aflorar para que ella sea el bastón en el que pueda apoyarse. Desplazando a Leslie del centro de la escena, ella toma el control. Y aquí, con un débil y enfermizo Reynolds y con una fuerte y decidida Alma, es cuando nace el verdadero amor, un amor que ella va a ir tejiendo con un hilo invisible, fantasmal, el que su marido no ve y que tanto necesita para cerrar sus costuras emocionales mal hechas, un festín para psicólogos y psiquiatras.
Tantas lecturas posibles hacen de este film un suceso cinematográfico extraordinario. Puro cine clásico con ribetes tan disímiles que hacen que se convierta, paradoja mediante, en inclasificable. Tantas capas de significados hace que sean muchas películas a la vez: la historia de una manía por la perfección, una historia de amor como en las películas de los teléfonos blancos de la década del 50, un film gótico con elementos del mejor cine negro o un thriller hecho y derecho con el suspenso tan bien manejado que nos corta el aliento. La escena del omelette de hongos que Alma le prepara a su marido es insuperable. Hay tanta tensión en esa escena —el duelo de miradas entre uno y otro son impresionantes— que Hitchcock se sentiría maravillado.
El Hilo Fantasma es uno de los mejores films del 2017 que cuenta con una factura técnica impecable. La fotografía es de una belleza tal que cada toma es una obra de arte en sí misma. Si tenemos en cuenta que tanto la dirección, la producción, el guión y hasta la fotografía corresponden a Paul Thomas Anderson, podemos decir que estamos ante una obra absolutamente personal que redondea a la perfección el vestuario a cargo de Mark Bridges. Mención aparte merece la atmósfera musical que le imprime Johnny Grenwood uno de los integrantes de la banda Radiohead.
Cine en estado puro, cine con todas las letras. La última entrega de Paul Thomas Anderson nos convence que, si bien ya todo ha sido contado, no es qué se cuenta sino cómo se lo cuenta. Anderson, con este último filme, lo hace de una manera sublime.