El Misterio de Soho: gran despliegue visual en un original thriller psicológico ambientado en el Swinging London. La última película de Edgar Wright — Shaun of the Dead (2004), Scott Pilgrim vs. The World (2010), Baby Driver (2017) — es un grandioso palimpsesto de géneros narrativos. Y como todo palimpsesto, las huellas indelebles que se filtran a través de homenajes a iconos de la cultura pop y cinematográfica son enormes. De hecho, ya en filmes anteriores el director y guionista hibridaba la comedia romántica con el terror como en Shaun of the Dead o la comedia con la acción más desaforada como en Pilgrim. ¿A qué mezcla nos enfrentamos en esta nueva historia ambientada en los años ´60? A todo lo que uno pueda imaginarse. Si existe un período cultural en donde los límites de la creatividad, el color y la irreverencia no tenían techo y se fusionaron en un nuevo paradigma, fue el llamado Swinging London; una década que sentó y consolidó las bases de la cultura pop a nivel planetario en contraposición al monocromatismo de solo un par de décadas anteriores, cuando el mundo se despertaba aturdido de la Segunda Guerra Mundial. Por eso, esta nueva apuesta de Edgar Wright hace honor al exceso y al desborde creativo tan presente en el Soho de aquella época, pero también al que pululaba por Picadilly Circus, por los innumerables pubs del centro de Londres, por Carnaby Street y por la infinidad de School of Arts que proliferaron como hongos para algarabía de una generación ávida de nueva emociones. Una emoción que se desparramó como una mancha de aceite a toda la isla y desde allí al mundo entero. Claro que todo cambio puede producir un agobio extremo, como le sugiere Peggy Turner, la abuela de Eloise, nuestra heroína, cuando decide cambiar la atmósfera bucólica de una vida campestre por la explosiva experiencia en los callejones del Soho londinense. Tiene dos motivos para hacerlo: estudiar en la London School Fashion para convertirse en una afamada diseñadora de moda, y para escapar de las visiones fantasmales de su madre que se suicidó cuando ella solo contaba con siete años de edad. Por eso la advertencia de su abuela. Si adentrarse en ese mundo tan radical puede resultar un gran desafío por su manera de ser — más acorde con los preceptos conservadores de los ´50 — su capacidad de ver fantasmas y espíritus puede proporcionarle una dosis extra de sensaciones extremas. Y allí va la frágil Eloise, con su atuendo confeccionado por ella misma, con su aire inocente e ingenuo en un claro homenaje a la Alicia de “A Través del Espejo”, de Lewis Carrol, a “La Cenicienta”, con sus malvadas hermanastras que aparecerán como las futuras compañeras de estudio y, por qué no, también a la desvalida “Carrie”, de Stephen King, que parece salir de los escenarios de la película de Brian de Palma y aterrizar en la habitación — sangre y vestido vaporoso mediante — de un hotel sórdido y lleno de fantasmas. Palimpsesto en estado puro. Si bien Eloise deja atrás al fantasma de su madre, en el Soho hace contacto con otro mucho más inquietante: la rubia y sugestiva Sandy, un claro homenaje a la cantante Sandy Shaw que está presente con su tema más conocido: “Puppet On a String”. A partir de este momento, en un increíble juego de espejos — mérito absoluto de un trabajo de montaje y edición impecables — , su vida se desdoblará y vivirá una serie de eventos que pondrán a prueba su salud mental. De día será la tímida y afanosa Eloise en tiempo presente; de noche, la sugerente y voluptuosa Sandy en los tiempos de la psicodelia. Un personaje — imaginario o no — que la involucra de lleno en su vida pasada, esto es, en su ascenso como cantante, en la relación con su representante que, luego de vanas promesas la explota artística y sexualmente, con su agobio — el mismo que siente Eloise al verla, dentro de sus visiones cuasi oníricas — y cómo se va desintegrando como persona en el lado más oscuro y siniestro de una década percibida con el brillo de las luces de neón y la felicidad como factor omnipresente. A partir de la mitad de la película, Edgar Wright nos conducirá como si estuviésemos a bordo de un Ford Thunderbird — auto icono del James Bond de 1965, el de Thunderball, cuya marquesina aparece en varias secuencias de la película, junto al póster de Desayuno en Tiffany´s — a toda velocidad y sin frenos hacia un final a toda orquesta. Eloise se convierte en Sandy; Sandy revive su vida a través de Eloise, y tras varias vueltas de tuerca que se desatan furiosamente en los últimos 15 minutos, un despliegue visual con los colores chillones del giallo italiano, la violencia del slasher de los ´70 y el terror psicológico de un Roman Polanski y su obra más estudiada como Repulsión (1965) — el detalle de brazos y manos que salen de las paredes es fundamental — , nos abruma y nos desubica en tiempo y espacio. A algunos les parecerá excesivo; a otros les parecerá maravilloso. Para que todo este desborde de imaginería visual funcione tiene que haber intérpretes que lo puedan llevar a cabo. Thomasin McKenzie como Eloise es una de ellas. Una actriz que con solo 21 años posee una capacidad y un talento que desborda empatía con solo un par de gestos que realice a cámara. Del otro lado, la inigualable Anya Taylor-Joy — más argentina que el dulce de leche, de hecho hizo la secundaria en el Northlands School, de Olivos, en Buenos Aires — que posee ese aire entre enigmático y provocativo que utilizó muy bien en su opera prima — La Bruja, de Robert Eggers (2015) — y en la premiada miniserie Gambito de Dama, de Scott Frank. Aquí no solo actúa sino que baila y canta en aquellas escenas en que el film se transforma en un colorido musical. Por esas cosas del destino, ambas trabajaron en películas de otro maestro del suspenso psicológico: Night Shyamalan. McKenzie en Viejos (2021) y Taylor-Joy en Fragmentado (2016) y Glass (2019). Por otro lado, y para completar un trío de actrices inigualables, tenemos al símbolo por excelencia de esa época tan maravillosa: la increíble Diana Rigg — una de las actrices que acompañó a Patrick Macnee en Los Vengadores, miniserie televisiva de los años ´60, bajo el nombre ficticio de Emma Peel — que tiene un papel clave en el desarrollo de la trama. Para resumir, algo difícil de llevar a la práctica luego de tanta información y metalenguaje, Misterio en el Soho — título sugerido al director por Quentin Tarantino, otro de los insaciables depredadores de géneros y estilos — es una experiencia para los cinéfilos de los años dorados de la cultura pop, algo parecido a lo que hizo Steven Spielberg con Ready Player One con los ´80. Pero lejos de la inocencia y añoranza que nos brindó el Rey Midas de Hollywood, aquí nos encontramos con la misma inocencia y añoranza de los ´60 pero teñido con el rojo sangre que brota como el manantial de El Resplandor, de Stanley Kubrick o de cualquier film de Darío Argento o Mario Bava. En resumen. y ahora sí, un deleite para los sentidos.
Anderson Recargado. Así tendría que subtitularse La Crónica Francesa (2021), su última película. Parece exagerado, pero no lo es. The French Dispatch es un monumental ejercicio de estilo; el estilo al que nos tiene acostumbrado Wes Anderson: la Forma por sobre el Fondo. Esto no quiere decir que sus obras no tengan una narrativa o una línea argumental pero en este caso la importancia — su mirada — radica más en una estética a ultranza que congela los movimientos de los protagonistas como si fuesen las viñetas de un cómic para dar paso a la contemplación de los escenarios en donde se encuentran. Escenarios tan artificiales y artificiosos como los colores pastel en el que están inmersos. Esto no es malo, al contrario, es su marca de fábrica. Cito a Marta Medina, del periódico El Confidencial: “Si su filmografía fuese un libro gigante, si lo abriésemos por cualquier página y cada página fuese un simple fotograma, uno de los 25 que corren cada segundo de cada minuto de cada hora de cada uno de los 21 cortos o largos de su haber, sabríamos enseguida de su autoría”. Más claro, imposible. Este mérito — poseer un estilo tan marcado — no lo logra cualquiera. Y esto va no solo para el cine, sino para todas las artes. Y Anderson es un artista con todas las letras. Su cine, además de fotografía, es pintura, música, teatro, cómic, danza, escultura y arquitectura. Y cada una de estas disciplinas está al servicio de su obsesión por el encuadre, la perspectiva, la simetría y la puesta en escena de una manera exagerada y barroca. Esto es por demás evidente en toda su filmografía, en especial en El Gran Hotel Budapest (2014) y en la película animada Isla de Perros (2018), pero también en La Vida Acuática (2004) y Los Excéntricos Tenenbaum´s (2001). La Crónica Francesa vendría a ser su punto culmine. Un compendio de todos y cada uno de sus tics, clichés y pases de magia. Dejando de lado tanto tecnicismo, hablemos de qué trata su último film. Ante todo, estamos ante un gran homenaje al periodismo de los años ´60, aquel que no conocía los teclados y computadoras y cuyos cronistas y periodistas buscaban sus historias en la calle y libreta en mano. Es así que a lo largo del film nos encontraremos con cuatro historias a saber: la de un cronista de viajes a cargo de Owen Wilson; la historia de un pintor homicida, Benicio del Toro, y su modelo, Léa Seydoux en donde también aparece el galerista Adrian Brody; la de un filósofo revolucionario, Thimothée Chamalet junto a su novia Frances McDormand y la de un crítico gastronómico, Jeffrey Wright, que cuenta en un programa de televisión las desventuras por la que pasó durante una cena en donde fue secuestrado el hijo del comisario de la Policía de Ennui. Como se puede apreciar, el elenco es inconmensurable. También aparecen en mayor y menor medida, Tilda Swinton, Edwar Norton, Elizabeth Moss, Willem Dafoe, Christoph Waltz, Angélica Huston, Bob Balaban y siguen las firmas. Todas estas historias — exageradas, con datos dudosos, totalmente subjetivas — pasarán a formar parte del último número del periódico “La Crónica Francesa” que se escribe y edita en un pueblito francés llamado Ennui-sur-Blasé y distribuido en Kansas, en los Estados Unidos. Un último número para homenajear a su director (Bill Murray) que falleció de un ataque al corazón en la misma redacción en donde pasaba sus días editando, corrigiendo y compaginando dicho semanario con un grupo de colaboradores tan variopinto y pintoresco que solo pueden haber salido de la imaginación de Anderson y de su amor por aquellos periodistas de la prestigiosa y corrosiva The New Yorker en quienes, se dice, se basó muchas de las anécdotas incluidas. Pero, así como La Crónica Francesa es un emotivo y nostálgico homenaje al periodismo de aquella época, también es un claro homenaje al cómic. Cada cuadro de la película se parece a una viñeta de las historietas que inundaron la Francia de los ´60, principalmente Tintín, de Hergé. De hecho, las portadas del periódico se parecen mucho a las coloridas tapas de las Aventuras de Tintín. Es así que todas las secuencias nos remiten a lo que uno ve al hojear un cómic: personajes estáticos en escenarios dibujados y entintados con la gama propia de las historietas. De hecho hay secuencias animadas que son una maravilla. Nada queda librado al azar, todo está perfectamente calculado, diagramado en su máxima potencia y presentado de tal manera que La Crónica Francesa se parece más a un producto salido de los talleres gráficos de Pilote o, en su defecto, de los escenarios de George Mélies. Es por eso que quizás un punto negativo ante tamaña meticulosidad y planificación sea la falta de emotividad en sus personajes; esa emotividad que da, precisamente, la espontaneidad; me refiero a la improvisación como modo de exteriorizar la emoción. Claro que Anderson no transita ese camino. Pero a veces cuesta empatizar con alguno de ellos porque no dejan de ser personajes esquemáticos y estereotipados. Muy propio de los cómics. Claro que en las historietas esto funciona a la perfección. En el cine, tanta rigurosidad solemniza hasta los momentos más divertidos y frenéticos. Que los hay, por supuesto, aunque no al nivel que supo alcanzar El Gran Hotel Budapest. Una película para disfrutar con ojos de artista, para asombrarse por los planos, los encuadres y los travellings, para dejarse cautivar por la paleta de colores que el director utiliza desde siempre — todo se parece a un gran pastel en movimiento — , para extasiarse por el ingenio que pone en cada secuencia en donde la imaginación parece no tener límites, en resumidas cuentas, un impresionante trabajo de orfebrería técnica que hace relucir a La Crónica Francesa como un diamante aunque a veces, todo hay que decirlo, tanta perfección nos resulte algo fría e inalcanzable. Como los diamantes.
Retrato de una mujer en llamas (2019), es uno de los tantos filmes que quedaron postergados por la pandemia. Su estreno, anunciado para Marzo del 2020, finalmente se hizo posible para las pantallas de cine hace solo un par de días. Y bienvenida la espera porque la cuarta película de la directora francesa Céline Sciamma es para disfrutarla, con toda su belleza pictórica a cuestas, en una sala cinematográfica, a oscuras y en silencio. Y ya que hablamos de belleza pictórica, Retrato de una mujer en llamas es el fiel reflejo de un detrás de la escena; el de una obra de arte — el retrato en sí mismo— y el de una pasión irrefrenable — el de la pintora y su modelo — . Ambos detrás de la escena transcurren en la intimidad de un caserón ubicado a orillas de los acantilados de Francia en el siglo XIX. Un escenario en donde la majestuosidad de las olas rompiendo sobre las piedras es tan violento como el deseo de ir a su encuentro; a su encuentro fatal. De hecho, la hermana de Heloise — la mujer en llamas del título — , se suicidó tirándose al vacío. Es por eso que ella tiene que dejar el convento en donde se había refugiado — para tener acceso a los libros y a la música, según le cuenta a Marianne — y tomar el lugar de su hermana para casarse con un duque milanés. Algo que la aterra y a la que se niega enfrentándose en silencio al mandato de su madre. Su única arma de disuasión es no dejarse retratar — el único requisito que solicita el duque para conocer a su nueva esposa — y es por eso que, luego del fracaso del anterior pintor, se contrata a Marianne como una supuesta “dama de compañía”. Su misión es hacer un retrato sin que ella se dé cuenta. Observarla de día, pintarla de noche. Claro que este ardid pronto es descubierto pero no por Heloise sino por la misma Marianne que le confiesa el motivo de su visita. A partir de entonces, la relación entre ambas, lejos de distanciarse, se vuelve más íntima e intensa. Las miradas dejan paso a las caricias, las caricias a los besos, los besos al enamoramiento total y a la terrible presunción de que están vivenciando algo prohibitivo para las convenciones de la época, tan fugaz en los hechos pero tan indeleble en la memoria. El triángulo de personajes se completa con Sophie, la encargada de atender a Marianne, a la que vemos, en una secuencia no exenta de cierto dramatismo, someterse a un aborto por parte de la curandera del pueblo. La presencia de Marianne y Heloise como testigos mudos de una escena cargada de simbolismos, es sencillamente admirable. A través del discurrir de la historia no solo nos dejamos extasiar con los lienzos y los bocetos, que tienen por detrás sus consabidas reglas y teorías que Marianne enumera como un mantra, sino también por la música — el Concierto para Violín Nro. 2 de Vivaldi, más conocido como Verano — , y la literatura a través de la lectura del Mito de Orfeo y Eurídice. En ambas disciplinas artísticas hay una resignificación que pone en evidencia la subjetividad del arte ante una mirada teñida de emociones. “¿Por qué Orfeo se da vuelta si tenía prohibido hacerlo?”, pregunta la joven Sophie ensimismada en la lectura. “Para observar a Eurídice por última vez y llevarla por siempre en el recuerdo”, dice una Marianne independiente y liberal a una Sophie más conservadora y sujeta a convenciones y preceptos. “Orfeo prefiere la mirada del poeta a la del amante”, cierra su alocución la pintora ante la mirada inquisitiva de Heloise. Y es en esa resignificación en donde se encuentra el nudo de toda la trama. De hecho, Marianne, cuando termina su trabajo de artista, se da vuelta, antes de abandonar la casa que la cobijó por espacio de unas semanas, para ver a su amor imposible: Heloise, ataviada de blanco, como un fantasma que pervivirá en su memoria por siempre. Por otro lado, la música de Vivaldi aparece por segunda vez al final de la película. Una música tan alegre y efusiva que arranca lágrimas de tristeza, también de añoranza, a una Heloise solitaria que la escucha desde el palco de un teatro de Milán en un final desgarrador. Con interpretaciones medidas pero cautivantes de Adele Haenel (Heloise), Noémie Merlant (Marianne) y Luana Bajrami (Sophie), con la música incidental tan minimalista que deja paso al sonido de la naturaleza, con una fotografía que ensalza tanto la belleza de los paisajes como la de los rostros de dos enamoradas, con un libro absolutamente original de Sciamma que ganó el Premio a Mejor Guión en el Festival de Cannes por esta película y una estética acorde a la época referenciada, la directora logró en su cuarto filme despegarse de su Trilogía de la Infancia y Adolescencia — Water Lilies (2007), Tomboy (2011), Girlhood (2014) — y encarar nuevos proyectos más ambiciosos como el aún no estrenado Petite Maman del 2021. Retrato de una mujer en llamas es un seductor entramado de gestos, de miradas, de mohines y del sutil encanto de los movimientos de las manos, de los pinceles en la tela, de las llamas en la hoguera o de las olas en la playa. Es el vivo retrato de las sensaciones que no necesitan de diálogos sino de la contemplación lisa y llana. Cada fotograma parece salido de una galería de arte, un compendio al que tanto Sciamma como la directora de fotografía Claire Mathon, parecen haber puesto toda la fuerza estética que hizo falta para elevar esta película a niveles excelsos y convertirla en una verdadera joya cinematográfica.
Un Lugar en Silencio 2, de John Krasinski. Una terrorífica segunda parte que supera a la primera. miguel angel Silva miguel angel Silva Following Jul 24 · 4 min read Cuando estaba a punto de estrenarse la segunda parte de Un Lugar en Silencio — allá por Marzo del 2020 — nos cayó del cielo como una plaga bíblica — o como el meteorito de la película — la pandemia por Covid 19. De pronto, como una gran metáfora de lo que aconteció a partir de ese momento, los cines se convirtieron en esos lugares silenciosos que anunciaba la cartelera, carteleras que se fueron destiñendo con el paso de los meses en salas cerradas y en completo silencio. El director John Krasinski nunca dudó: su película tenía que proyectarse en cines y no en plataformas de streaming. Por fin, en esta especie de tregua que estamos atravesando, Un Lugar en Silencio 2 se pudo estrenar en pantalla grande y, lejos de resultarnos una película a la que la espera le jugó en contra, ocurrió todo lo contrario. La espera valió la pena y echó por tierra la conocida frase: “nunca segundas partes fueron buenas”. De hecho, en algunos aspectos como el montaje y la tensión dramática, esta película es superior a la primera. La familia Abbot, compuesta por Lee Abbott (John Krasinski, sí el mismísimo director), su esposa, también en la vida real, Evelyn Abbott (Emily Blunt) y sus dos hijos, Regan Abbot (Millicent Simmonds) y Marcus Abbot (Noah Jupe) siguen sufriendo en esta suerte de aventura post apocalíptica desde el mismo momento en que terminó la primera parte. De hecho, Un Lugar en Silencio podría ser tranquilamente una sola película de tres horas de duración. El pie lastimado y vendado de Evelyn por un clavo traicionero en las últimas escenas de la primera parte la acompañará en toda la segunda. Todo sigue igual…, es decir, horrorosamente igual. Las criaturas que asolan el planeta como aliens despiadados siguen masacrando a sus habitantes ante el menor ruido, susurro o atisbo de sonido que puedan producir. Si bien el factor sorpresa ahora no existe, el mérito es mantener la tensión — en algunos momentos en tres espacios diferentes, por lo que esa tensión se triplica — hasta límites que nos eximen hasta de respirar. El director plantea que si las cartas ya están echadas, es decir, si ya sabemos que estamos ante una invasión de alienígenas despiadados, ahora la cuestión es saber qué hacemos para sobrevivir. Esta segunda parte tiene la inteligencia narrativa de contarnos cómo empezó todo a través de un flashback que nos hace acordar al mejor Steven Spielberg, el de Tiburón (1975), aunque también al Spielberg de La Guerra de los Mundos (2005) e incluso al de Jurassic Park (1993). Todo un homenaje al Rey Midas, el artífice del mejor cine de entretenimiento de todos los tiempos. La estructura narrativa empieza como Tiburón y una amenaza que se visibiliza en los rostros de las víctimas más que en la presencia de los victimarios, sigue como en La Guerra de los Mundos — la huida desesperada entre multitudes de autos, gritos y caídas cuando estos seres llegan a la Tierra — y termina a lo Jurassic Park y la depredación aterradora de estas criaturas que no sabemos de dónde vienen, para qué vinieron y cómo terminarán. Tampoco hace falta saberlo. Una de las premisas del género del terror es que el misterio nunca tiene que ser revelado. Y esto, lejos de parecer una concatenación de plagios al brillante Steven, se convierte de la mano del director en una gran virtud. “Un clásico instantáneo del terror de culto”, dijo William Friedkin sobre esta película en un mensaje por twitter. Y si algo sabe el director de El Exorcista (1973), es precisamente saber lograr atmósferas terroríficas, por lo que su comentario es, por demás, valioso y digno de atención. Parte del “encanto” de esta película — de las dos — es la gran interpretación de sus protagonistas. Una continuamente aterrada hasta las lágrimas Evelyn Blunt se convierte en una nueva Ripley, o quizás en una nueva Sarah Connor, pero Evelyn es más humana por lo tanto la percibimos más cercana a nuestros propios sufrimientos, aunque igual de letal que las heroínas del Alien (1979) de Ridlet Scott y Terminator (1984) de James Cameron. La acompaña un correcto Emmett (Cillian Murphy), el nuevo integrante de esta familia que se quedó sin Lee Abbot, muerto en la primera parte, y por supuesto la superlativa actuación de Millicent Simmonds en el papel de Regan Abbot, una niña hipoacúsica — lo es en la vida real — que se convierte en la estrella de la trama. En varias escenas, el director nos sumerge de lleno en el punto de vista de Regan, es decir, en un mundo insonoro. Un gran acierto. Porque si hay algo de suma importancia en esta película es el manejo del sonido en todos sus niveles, tanto el caótico y ensordecedor cuando aparecen las criaturas — no exento de algunos jump scares — como la ausencia de ellos hasta niveles minimalistas. Un Lugar en Silencio 2 nos recibe en el cine de la mejor manera posible: la magia de la gran pantalla sigue latente, aunque en este caso tengamos que mantener la respiración durante 90 minutos seguidos.
Después de casi un año sin funciones, ha vuelto el cine a las grandes pantallas de Buenos Aires. Y qué mejor manera de hacerlo, al margen de otros “estrenos” que acompañan a la película que nos ocupa, que con la grandilocuente Tenet (2020), de Christopher Nolan. Una película para ver en pantalla grande — cuanto más grande sea mejor — y no en los formatos más reducidos de un monitor de computadora o el de un televisor, aunque sea de 52 pulgadas. No vamos a hablar aquí de lo que significa el cine de sala en cuanto a su aura de ritual atávico, el equivalente a sentarse junto al fuego de una hoguera a narrar historias fantásticas como ocurría desde que el mundo es mundo, y había humanos, obvio. Aquí la hoguera es la pantalla, la oscuridad de la sala es la noche cerrada y todos los presentes nos dejamos hipnotizar por las imágenes, ya no solo por la oralidad. Las películas de Nolan — por lo menos las últimas — son para ejercitar ese ritual primigenio: el de la comunión — en este caso, cinéfila — en una sala de cine. Repasemos parte de su filmografía. La trilogía de Batman: Batman Begins (2005), The Dark Knight (2008) y The Dark Knight Rises (2012); Inception (2010); Interstellar (2014); Dunkerque (2017) y Tenet (2020). Todas obras para dejarse envolver por la fuerza de las imágenes, la ampulosidad del sonido y la música, y permitirse el lujo de ver más allá de la historia en sí porque a Nolan le encanta sembrar guiños, pistas y detalles que pueden pasar desapercibidos si uno no está atento, y esto en un cine es mucho más factible de llevarlo a cabo. Dicho esto, la última apuesta de Nolan, no podía escapar a esta lógica. Tanto es así que Tenet sería como una amalgama — en cuanto a narrativa y espectacularidad — de las paradojas del tiempo de Inception, del tiempo y el espacio de Interstellar y de la violencia física y pirotécnica de la trilogía de Batman. Pero, ¿qué es Tenet? Más allá de ser un palíndromo, es el nombre de una organización creada para salvar al mundo. Nada más y nada menos. Un mundo que va a ser devastado como consecuencia de una tecnología — aún no creada — que es enviada desde el futuro para invertir el flujo lineal del tiempo, es decir, alterar la segunda Ley de la Termodinámica que dice que todo lo uniforme tiende a dispersarse; la famosa entropía, o el desorden molecular irreversible de un sistema dado. En otras palabras, lograr que las perturbaciones producidas por nuestras malas acciones y negligencia para con el medio ambiente se retrotraigan a su origen, a su punto cero, a su génesis, o sea, a nuestra propia extinción como especie para que ese caos nunca suceda. Es por eso que vemos como las cosas suceden al revés. Están sometidas — desde objetos a personas, todo da igual — a este influjo de entropía en reversa por un mecanismo construido por el villano de la película, un soberbio Kenneth Branagh que a cambio de esto es recompensado por miles de lingotes de oro, que también vienen del futuro. ¿Por qué quieren destruir el mundo? Bueno, aquí hay dos respuestas: la primera es en “beneficio” del planeta Tierra. Los científicos del futuro, como dije antes, nos quieren borrar de la faz del planeta porque lo estamos destruyendo inexorablemente. O sea barajar y dar de nuevo. Claro que cuando la persona que descubre esta tecnología ve el potencial peligro que esto conlleva — cuando la teoría del pizarrón pasa a la realidad, ahí la cosa cambia, como sucedió con Einsten y la bomba atómica — , decide dividir el algoritmo que pondría en funcionamiento esta destrucción masiva en nueve partes. ¿Dónde esconderlo? En el lugar más seguro posible: en el pasado, es decir en nuestro presente. Es aquí en donde aparece Andrei Sator (Kenneth Brannagh), un narcotraficante de armas ruso que es contactado desde el futuro para que construya los artefactos para que pueda ser activado en el presente. Tiene que encontrar los nueve módulos, cual rompecabezas apocalíptico, para finalmente cumplir el objetivo. Aunque, hay que decirlo, y aquí está la segunda respuesta, a Sator no le importa tanto salvar el mundo como llevárselo puesto porque sus días también están contados. El Protagonista (John David Washington) es contratado por la organización Tenet para dirigir la misión y evitar los planes de Sator. Elige para su equipo a Neil (un genial Robert Pattinson). A partir de este momento ya tenemos delineados a los “buenos” y a los “malos”. Y esto es algo a destacar porque inmediatamente después de ese gran operativo que acontece al principio de la película en una sala de ópera, con cuerpos de choque que pelean entre sí y en donde no sabemos quién es quién, esto es un gran avance. Luego de esto hay que seguir la máxima que le dice la doctora Laura (Clémence Poésy) a El Protagonista cuando le explica a que se refiere cuando habla del tiempo invertido: “No trates de entenderlo, siéntelo”. Tenet es, como dijo un crítico avezado, un salto de fe. Hay momentos en que no logramos entender nada de lo que está sucediendo, pero eso no implica que no lo disfrutemos. Ya habrá tiempo para analizarlo en detalle o para verla nuevamente, como sucedió con Inception o Interstellar. Siempre que se toca el tema del tiempo, aparecen las paradojas. Y como toda paradoja, es imposible llevarla al plano lógico y racional. Por eso digo que lo de salto de fe es muy acertado. Hay secuencias en donde se encuentran, en un mismo tiempo y espacio, los que se mueven en el tiempo en forma lineal — como lo hacemos “normalmente” — con los que se mueven con el tiempo invertido, es decir para atrás. Hay momentos en que existen dos personas que son las mismas personas pero en diferentes temporalidades. Hay instantes — caso del aeropuerto y la persecución en la carretera — en que todo es caos y confusión, pero no en el término de los efectos especiales — que los hay, y muchos — sino en el mental, el del espectador. Algo parecido a lo que en su momento fue aprehender los conceptos de la realidad virtual que proponía la saga de Matrix, de los hermanos Wachowski. Nolan es un fanático de James Bond, y eso se nota porque Tenet más allá de sus complejidades temporales y espaciales, es una película de espías a lo Bond. Con sus escenarios exquisitos y sofisticados, la elegancia de sus protagonistas, las armas que todos llevan como si fueran pañuelos descartables y la heroína de turno que es ni más ni menos que Kat (Elizabeth Debicki), la esposa del villano. Muchos han dicho que con esta película Nolan puede salvar al cine pospandemia en cuanto a negocio — ya no hablamos de salvar el mundo — por su majestuosa y costosísima producción que atrae al público como moscas a la miel. Puede ser, fue la más vista en todos los países en que se proyectó cuando las salas de cine fueron habilitadas para el consumo masivo, incluido, ahora, el nuestro. Claro que el director inglés eligió la manera más exigente y compleja posible para hacerlo. Quizás porque estamos viviendo una realidad exigente y compleja, algo que Nolan desconocía por completo al filmarla. Y en este sentido, no estuvo para nada errado. Muchos la amarán, otros tantos la odiarán, lo que es seguro es que nadie puede salir indemne de tamaña experiencia. “El problema no es el tiempo, el problema es salir de él con vida”, dice Neil en un pasaje de la película. Y salir con más preguntas que respuestas, agregaría yo, lo que no es malo sino plausible porque esto nos lleva a abrir el debate sobre lo que acabamos de ver: una clase magistral de física cuántica concentrada en dos horas y media, bajo el rótulo de un thriller de acción descomunal.
Basado en el artículo periodístico que publicó Nathaniel Rich en el New York Times Magazine en el año 2016 —The Lawyer who Became Dupont´s Worst Nightmare— el director Tom Haynes tomó este disparador argumentativo para realizar un extraordinario alegato en contra de la contaminación ambiental, en este caso por parte de una de las compañías químicas más grandes y poderosas del mundo: DuPont Corporation. - Publicidad - El que se pone el traje de David en su lucha contra el casi invencible Goliat —digo casi porque nadie es invencible por mucho tiempo— es el abogado corporativo Robert Bilot —una memorable interpretación de Mark Ruffalo— que a pesar de ser socio de Taft Sttetinius & Hollister, grupo de abogados que defienden a empresas, entre ellas a la misma DuPont —emprende una lucha que sabe difícil, espinosa y con altas probabilidades de que toda su lucha quede en la nada. Así como en su momento Steven Sordebergh planteó un caso similar en su película Eric Brockovich (2000) en donde una mujer (Julia Roberts) investiga un caso de contaminación de las napas de agua con cromo hexavalente por parte de la Pacific Gas and Electric Company y que gracias a la colaboración y demanda de los habitantes de Hinckley (California) la compañía fue llevada a juicio en donde perdió y tuvo que pagar cifras multimillonarias a favor de la comunidad, en el caso de El Precio de la Verdad (2019) son los habitantes de Pakersburgh (West Virginia) los que deciden hacer lo mismo en contra de esta compañía química, aunque no sin cierta reticencia a raíz de que Dupont, muy hábilmente, invierte sumas considerables en el bienestar de la comunidad, esto es: plazas de juegos, escuelas, lugares de esparcimiento para personas de edad avanzada, cestos de basuras —todos con el logo de DuPont—, complejos de esparcimiento y, obviamente trabajo dentro de la misma planta. Es contradictorio, por no decir nefasto, que mientras por un lado la corporación les ofrece una mejor calidad de vida a miles de familias, por detrás contamina los ríos —en donde todos extraen agua para beber— con el llamado PFOA, es decir, ácido perfluorooctanoico, un elemento altamente cancerígeno, que no solo contrarresta esa calidad de vida ofrecida como si de un Caballo de Troya se tratase, sino que se las acorta de manera dramática. Esta pelea tan desigual la lleva a cabo Bilot, pero también su jefe inmediato interpretado por un extraordinario Tim Robbins que no solamente no se opone a que uno de sus empleados litigue en contra de una empresa para la que trabajan, sino que lo defiende e incentiva al resto del bufete a que tomen el caso ya en plan ético y moral. Y es aquí en donde Dark Waters —título original— sigue el mismo derrotero que Civil War (1999) de Steven Zaillian en donde el abogado Jan Schlichtmann, interpretado por John Travolta, investiga y lleva a juicio a varias empresas que derraman sus efluentes tóxicos al río Woburn. Si bien existe una misma línea conceptual entre las tres películas, la de Haynes toma un cariz más espeluznante porque lo que sale a la luz no es solo la contaminación de los ríos lindantes a dichos pueblos, sino que es el efecto colateral que produce la fabricación de un producto que se vendió de a millones. El verdadero problema —y de alcance mundial— es que DuPont Corporation creó un elemento químico para utilizarlo como revestimiento antiadherente para utensilios de cocina: las famosas sartenes de teflón. Un producto que en su momento fue utilizado para armamento militar —repeler el agua en tanques de guerra— y que ahora se encuentra diseminado en millones de hogares. Un “invento estadounidense para el mundo”, como reza su slogan, que produce cáncer y anomalías genéticas para bebés en gestación. Y lo más grave de todo esto es que DuPont lo sabía y fraguaba los controles sanitarios para demostrar a la Organización de Medio Ambiente de los EE.UU. —encargada de autorizar o vetar cualquier producto que ponga en riesgo la salud de la población— que el politetrafluoroetileno —nombre químico del teflón— es totalmente inofensivo. Es así que Bilot comienza la etapa de recopilación de pruebas y más pruebas en centenares de cajas con miles de expedientes, informaciones técnicas, evaluaciones medioambientales y demás documentación —entre ellas, fotografías y artículos periodísticos— que datan de más de diez años atrás. Una secuencia que no deja de homenajear a una de las tantas escenas emblemáticas de una película trascendental: Todos los Hombres de Presidente (1976) de Alan Pakula en que vemos a los periodistas del Washington Post, Carl Berstein (Dustin Hoffman) y Bob Woodward (Robert Redford), encima de miles de tarjetas bibliotecarias para descifrar un entramado político y escandaloso que le costó la presidencia a Richard Nixon. Hasta la cámara alejándose en plano cenital de Bilot rodeado de papeles, es muy semejante a la de los periodistas arrumbados en la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. Y si hablamos de semejanzas, la fotografía de Edward Lachman utiliza ese color sepiado tan característico de las grandes cintas de los ´70. A modo de ejemplo, podemos citar a Norma Rae (1979), que habla sobe la defensa de los derechos laborales de las mujeres, Contacto en Francia (1975) de John Frankenheimer, sobre una red de narcotráfico o Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese sobre la alienación mental post Vietnam. Una característica de la fotografía de esos lejanos tiempos del 35 mm en que el cine analógico, con un tipo de granulosidad que le da calidez y cierto grado de cine documental, hoy en día nos parece totalmente entrañable. El reparto se completa con una también increíble actuación de Anne Hathaway como Sarah Bilot, Bill Pullman como Harry Dietzler y Victor Garber como Phil Donnelly, sin olvidar a Bill Camp en el papel del granjero Wilbur Tennat quien es el que lleva la denuncia a Bilot cansado de deambular por cuanta dependencia oficial cuando sus vacas empezaron a morir de a decenas. Pero si bien todos están correctos, el que se lleva los laureles es Mark Ruffalo, un actor en estado de gracia que realiza una simbiosis perfecta en la caracterización de su personaje. Con su pose, sus gestos y hasta su parecido físico con el Bilot de la vida real, nos brinda una de las mejores actuaciones de toda su carrera. Es paradójico como la potencia económica más importante del mundo —que se niega a firmar tratados de defensa del Medio Ambiente en cuanto Simposio Mundial se realice— sea la primera en producir obras como la de Haynes, Sordebergh, Zaillian y tantos otros. Quizás porque son sucesos que ocurren en su mismo suelo, pero así y todo es encomiable que cada tanto afloren este tipo de cine de denuncia para desenmascarar a los verdaderos “malos” de la película que no portan armas, sino un abultado talonario de cheques.
Al fin llega a nuestras pantallas de cine este fascinante documental de un artista fascinante que tuvo una vida y una obra también fascinante. Y es que el estreno de Dalí, en busca de la Inmortalidad fue allá lejos y hace tiempo, precisamente en el 2018 y que por esos misterios de la distribución, la oportunidad o alguna otra problemática que desconozco, aterrizó en estas latitudes dos años después. Cosas tan surrealistas como el mismo artista. - Publicidad - Contar la vida de Salvador Dalí no es tarea fácil, y no por carecer de información o no tener los suficientes datos como para hacerlo. Al contrario, la vida de Dalí siempre estuvo en primera plana, ya sea por sus excentricidades que aparecían en diarios y revistas, por su obra monumental que asombraba a críticos y público en general o por su coqueteo incesante con la prensa escrita o audiovisual a través apariciones públicas siempre irreverentes y, como no podía ser de otra manera, exhuberantes. De hecho, en uno de los tantísimos reportajes que dio habla de la importancia que tenía para él el cine, los medios gráficos, el periodismo y la fotografía. Es por ello que siempre estaba a disposición de fotógrafos y admiradores, es decir, no escatimaba esfuerzos en ubicarse en el centro de atracción para que no lo olviden, para hacerse inmortal. Porque de eso se trata el documental de David Pujol: de cómo el Dalí mortal quiere trascender y hacerse inmortal ya sea por medio de su obra, de sus dichos —que siempre causaban polémica—, de su irrefrenable tendencia de trastocar la realidad en simbolismos pictóricos que aún hoy son materia de estudio de críticos de arte o por un amor que siempre estuvo expuesto a la luz de los reflectores mediáticos: Gala, su mujer, musa, modelo, marchante y compañera de toda la vida. Como bien sabemos, Dalí es uno de los más importantes referentes del surrealismo —movimiento artístico que nació en Francia en la década del ´20 y que influyó no solo en la pintura sino todas las demás artes— pero el enfoque original de Pujol no está centrado tanto en su obra como en la eterna búsqueda de un espacio propio. Por momentos el documental del director español parece un deslumbrante recorrido arquitectónico sobre las diferentes viviendas de Dalí, búsquedas de lugares cada vez más espaciosos que ocuparon gran parte de la vida del artista catalán. Desde el progresivo desarrollo de su casa-taller en Portlligat —que iba creciendo a medida que adquiría las diferentes barracas de pescadores y que iba acoplando a las anteriores—, la construcción del Teatro Museo Dalí en Figueres, o la refacción del imponente castillo Púbol que Dalí le obsequió a su mujer. Es así que vamos recorriendo facetas poco conocidas del artista, tanto en su conexión con el entorno paisajístico como el arquitectónico. “Dalí sin su paisaje no se entiende”, dice Montse Dever, directora del Museo Dalí y guionista del documental. Dalí y su relación amor-odio con su padre y su familia, Dalí como estandarte del surrealismo europeo en pleno suelo americano —más precisamente en New York—, Dalí como un ser lleno de contradicciones entre su muerte —a la que le temía— y su creencia en que nunca iba a morir, Dalí y sus actitudes narcisistas y ególatras que tenían un solo propósito: elevarse por sobre el fantasma de su hermano muerto a fuerza de mostrarse siempre vivo e irreverente. Dividida en más de veinte segmentos, en donde cada uno lleva un título, como si de capítulos de una novela se tratara, Dalí, en busca de la Inmortalidad, es un pantallazo que abarca la vida del artista desde sus primeras incursiones en el arte siendo un adolescente, su amistad con grandes artistas de la época como Buñuel —con quien realizó Un Perro Andaluz (1929), uno de los cortos más controversiales de todos los tiempos y La Edad de Oro (1930)—, Paul Eluard —primer marido de Gala—, Man Ray, Federico García Lorca y hasta con Walt Disney con quien realizó el corto animado Destino que si bien fue un proyecto iniciado por ambos en 1945, recién se estrenó en el 2003 y hasta con un ferviente admirador como lo fue Alfred Hitchcock a quién le creó los decorados para su película Spellbound (1945). Producida por la Fundació Gala-Salvador Dalí, este documental de casi dos horas de duración, en donde no faltan una gran cantidad de fotos y videos de archivo, es una mirada original sobre un genio del siglo XX, una mirada lateral —no exenta de sus grandes obras pictóricas que aparecen para maravillarnos, como La Persistencia de la Memoria, La Tentación de San Antonio, Muchacha en la Ventana, Cristo de San Juan de la Cruz, La última Cena, La Madonna de Port Ligat, Reminiscencia Arqueológica del Ángelus de Millet —en donde vemos la importancia casi obsesiva que Dalí le dio al cuadro El Ängelus, de Millet y que luego plasmó en infinidad de sus propias obras— , Galatea de las Esferas, y tantos otros que sería imposible de enumerar—, como así también de sus esculturas como el Retrato de Mae West o instalaciones de neto corte onírico. Porque si bien la trascendencia de Dalí reside en haber roto las fronteras entre la realidad y el sueño, que es una realidad deformada por el subconsciente, también fue un hombre en continuo conflicto con su falta de fe, lo que de alguna manera y aunque suene paradójico, lo hace mucho más humano. Ferviente seguidor de las últimas teorías físicas y matemáticas, dotó a sus cuadros no solo de extrañas criaturas imposibles sino de complejas estructuras tridimensionales; de figuras propias del clasicismo y del Renacimiento que ubicó en planos totalmente inusuales, casi extraterrestres, y de la figura casi omnipresente de Gala. Dalí, en Busca de la Inmortalidad nos habla de eso y mucho más, y ese mucho más es lo valioso en este filme. Porque, todos reconocemos de inmediato el “cuadro de los relojes blandos”, pero pocos sabemos que uno de los últimos libros que pidió que le leyeran poco antes de morir, fue “La Teoría del Todo” de Stephen Hawking, o que para visitar el Castillo de Púbol, en donde residía su amada Gala, tenía que ser invitado mediante una nota escrita. De todo eso nos habla Pujol en esta gran película. Deslumbrante, luminosa y sumamente creativa, como al gran Salvador Dalí le hubiese gustado hacerla.
Es indiscutible el hecho de que el director australiano Leigh Whannell sabe amalgamar de una manera brillante los mecanismos de los género de suspenso, terror y ciencia ficción. Y no solo sabe entretejer estos recursos sino que los mezcla de una manera tal que el resultado es un cóctel explosivo de pura adrenalina. Basta con ver su currículum, tanto de director como de guionista. - Publicidad - Para empezar, Whannell escribió la espeluznante saga de horror gore Saw —y la creación de su criatura Jigsaw—. También fue guionista de las cuatro entregas de terror sobrenatural Insidious —Chapter 2, Chapter 3 y The Last Key—; del film Cooties (2014) en donde mezcla la comedia y el horror y, ya en su faceta de guionista como de director, se hizo cargo de Upgrade (2018) una película australiana en donde se aventura en la ciencia ficción y de El Hombre Invisible (2020), basado en la novela de H.G. Wells en donde la ciencia ficción deja paso a un cine de denuncia: el del acoso liso y llano. ¿Signo de los tiempos? Tal vez, pero el giro que Whannell le da a la historia —un clásico de ciencia ficción de todos los tiempos— es sumamente acertado y, quizás, más realista. Así como Joker (2019) es Joaquín Phoenix y Judy (2019) es Reneé Zellweger —por nombrar películas del último año—, El Hombre Invisible es Elisabeth Moss. Su papel de mujer menospreciada, vulnerable y temerosa por el continuo acoso físico y mental a la que es sometida por un marido manipulador y psicópata —y para colmo de males, invisible— es sencillamente extraordinario. Cada gesto, cada mirada exorbitada, cada grito de impotencia y puro terror es tan contundente que merecería estar en las nominaciones a Mejor Actriz en los próximos Premios Oscar. Los demás protagonistas —Oliver Jackson como Griffin, su marido; Darriet Dyer, como su hermana y Aldis Hodge como el amigo policía— son solo sombras que aparecen en la historia para aportar contenido y espesor a una trama absolutamente vertiginosa. A esta altura, todos sabemos que Elisabeth Moss es una de las grandes estrellas del firmamento de Hollywood que se lució como Peggy Olsen en la serie televisiva Mad Men y como Offred en la serie de Netflix El Cuento de la Criada, por el que obtuvo un Premio Emmy a Mejor Actriz. Es así que no es extraño que utilice todas sus herramientas actorales para encarar un nuevo proyecto, tanto si se trata de drama, de terror o de ciencia ficción. Y, en lo que respecta a El Hombre Invisible, todas estas variables están expuestas de una manera abrumadora. El daño psicológico que presenta su personaje es tan convincente como perturbador. Es por eso que esta película es enteramente ella y su papel como Cecilia. Así como Alien, el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott es una película de terror envuelta en un contexto de ciencia ficción o como Blade Runner (1982) es un policial negro amparado también en el género de ciencia ficción, El Hombre Invisible es una película de terror psicológico que toma a la ciencia ficción como un paraguas para adscribirse al clásico de 1897, pero que no cumple con los requisitos del género, y eso es lo valioso y original de la propuesta. Aquí no existe un suero experimental que vuelve invisible a los seres humanos. Sí existe un brillante ingeniero óptico que diseña un traje para tal fin. Precisamente es el marido de Cecilia, que luego de ser abandonado por ella decide utilizar este artilugio tecnológico para vigilarla, acosarla —como siempre lo había hecho— y violentar su psiquis mediante acciones que llevan al peligro de muerte a su propia familia y amigos. Claro, nadie le cree. Y menos cuando Griffin monta la escena falsa de un supuesto suicidio. Cecilia es vigilada constantemente por un ser invisible, ¿Cómo podríamos lidiar con eso? Y aquí se encuentra la doble lectura de este film. Sacando radicalmente las connotaciones fantásticas de la historia, El Hombre Invisible es un sólido alegato en contra de la violencia de género, y obviamente no me refiero a los géneros literarios o cinematográficos, sino a los personales. Es la visibilidad de la víctima, vaya la paradoja, mediante un ser invisible. Influenciado por Darío Argento y David Lynch y por películas como El Resplandor (1980) de Stanley Kubrick y Réquiem por un sueño (2000) de Darren Aronofsky—dichas por él mismo en un reportaje—, Whannell utiliza el recurso del silencio absoluto en momentos de muchísima tensión o de una música atronadora en persecuciones y momentos de acción. Tanto unos como otros son de una factura técnica excelente, así como la vuelta de tuerca que hacia el final de la película nos deja verdaderamente sorprendidos. Si bien hay algunas lagunas argumentales y errores de narración—en estos casos no hay otra manera que seguir el pacto de ficción—, son contrarrestados por una dirección impecable, en donde las diferentes tomas —primerísimo primer plano, contrapicados, plano secuencia y travellings— están puestos de una manera sumamente inteligente y estéticamente elegantes. En resumen, esta versión del clásico de Wells está anclada más en un drama que nos aqueja en el día a día como sociedad; una sociedad que muchas veces hace caso omiso a denuncias de maltrato de género por creer que no existen, que son invisibles. En este sentido, si bien las coordenadas de ambos argumentos se distancian, los dos personajes que experimentan con la idea de la invisibilidad, tanto en el libro como en esta película, se llamen Griffin. Y los dos están completamente locos.
Hay dos premisas fundamentales en la última película de Bong Joon-ho que, de alguna manera, alinean la base de esta historia sorprendente. Por un lado la ideológica —con un fuerte y corrosivo sentido de crítica social—, y la de una construcción narrativa sencillamente magistral. Ambas están diseminadas a lo largo de todo el film, y en especial en dos parlamentos —una especie de monólogo de los protagonistas— que refuerzan estas ideas. - Publicidad - Por un lado la creencia inocente —casi naif— de que el dinero todo lo puede. “El dinero todo lo plancha”, dice Choon-sook (Jang Hye-jin), la cabeza femenina de una familia compuesta por su marido Kim Ki-taek (Song Kan-ho) y sus dos hijos: el mayor llamado Ki-woo (Choi woo-shik) y la menor Ki-jung (Park So-dam). “El dinero plancha todas las arrugas, plancha todos los dobleces, deja todo liso y perfecto”, continúa Choon-sook a lo que toda su familia asiente como si estuviesen ante una gran revelación que no puede ser refutada. Claro, el contexto de esta familia, que vive al borde de la inanición, en un sótano lleno de insectos y que sobreviven con lo poco que les pagan por doblar cajas de cartón para una pizzería, se entiende y se justifica. Sumergidos en lo más bajo de la escala social, cualquier atisbo de mejora es algo invalorable. Por otro lado —y dejando de lado la esencia misma del filme— está la estructura narrativa, que es lo que está haciendo furor en todos los ámbitos de la crítica especializada y del público. En un pasaje, Kim Ki-taek, le dice a su hijo: “Para que un plan sea efectivo, solo hay que hacer una cosa, no tener ningún plan. De esa manera uno nunca puede defraudarse”. Esto es tan así en la película de Boon Joon-ho— Memories of Murder (2003), The Host (2006), Mother (2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017) — que a medida que vamos adentrándonos en la historia, nada de lo que supuestamente intuimos que va a suceder, sucede. Nuestros planes o ideas preconcebidas se desmoronan continuamente y vamos descubriendo nuevas y sorprendentes aristas en una trama que parecía a simple vista previsible y simple. Es decir, nos sentimos defraudados —en el mejor sentido de la palabra— porque lo que sucede secuencia tras secuencia no está dentro de nuestros planes. No hay que hacer planes para ver esta película, parece decirnos el director coreano, simplemente dejarse llevar como si estuviésemos en una montaña rusa. La caída puede dejarnos sin aire, pero bueno, es la idea de lo impredecible. La película está segmentada en dos bloques bien diferenciados. La primera parte puede inscribirse dentro de la comedia costumbrista, plagada de engaños, de mentiras y de una picardía que no escatima recursos en pos de una ventaja económica y social. Es así que vemos cómo esta familia pobre y desclasada va tomando posiciones dentro de otra familia —los Park— adinerada y con un status social elevado. Y lo hace a través del engaño. Primero el hijo se presenta como profesor de inglés para la adolescente hija de los Park, Da-hye (Hyun Seung-min) que logra no solo enseñarle cómo debe encarar los exámenes sino que logra que se olvide de su anterior pretendiente y se enamore de él. Luego ingresa la hermana de Ki- woo —haciéndose pasar por una amiga de su prima— como psicóloga para el hijo pequeño de los Park. Luego hace su aparición el padre que lo contratan como chofer y por último la madre como ama de llaves. Es así que en el lapso de pocas semanas, la mansión de los Park se encuentra invadida por otra familia muy diferente a la suya, aunque mucho más inteligente. Claro que para ellos son todas personas competentes y profesionales que de manera fortuita —eso es lo que suponen— fueron incorporándose a su rutina. Hasta aquí todo marcha sobre ruedas a través de un mecanismo de relojería que —internamente— queremos que funcione. Deseamos que a esta familia le vaya bien y hacemos fuerza para que no los descubran, claro que esta empatía primeriza se va a ir desvaneciendo en el transcurso de la segunda parte del film. Una segunda parte en donde este mecanismo estalla. Ya nada sigue por los carriles imaginados. Y comienza la debacle. No puede aventurarse nada sin caer en el spoiler que restaría sorpresa a la segunda parte de la película, pero sí podría decirse que el engaño al que fueron sometidos los integrantes de la familia Park se va a ir desentrañando de manera violenta y cruel y no por ellos mismos sino por terceros que irrumpen de una manera nunca imaginada. La fotografía, la música incidental y la edición son impecables, pero es en la actuación en donde Parásitos reúne uno de sus verdaderos logros. Cada uno de los personajes logra algo muy difícil de transmitir: que no empaticemos con ninguno. Claro que esto tiene que ver mucho con el guión —también escrito por el director—, pero notamos —con asombro— cómo a medida que se desenvuelve la psicología de los integrantes de las dos familias, más nos alejamos de ellos. Nada hay para que nos identifiquemos, aunque sea a través de algún acto redentor, con ninguno de sus móviles, ni de sus actos, ni de sus pensamientos. Parásitos (2019) —ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y con seis nominaciones al Oscar— es una gran película de género que aborda la problemática social —como en su momento lo hiciera Nosotros, de Jordan Peele— que no se amilana en coquetear con el thriller más sangriento, el horror sobrenatural —el pequeño de la familia Park quedó traumatizado por un fantasma que vio salir de un galería oscura— y el suspenso al mejor estilo Hitchcock. Y lo hace de una manera tan fluida e inteligente que pasamos de una comedia de enredos —con toques de humor negro— a una cacería despiadada y brutal sin que nos diésemos cuenta, o sí, pero ya es tarde para volver atrás. Porque si hay algo que el director coreano logra hacer en esta especie de subida a lo más alto de la escalera es que si miramos para abajo vemos que con gran disimulo le fue sacando los escalones, es decir, no hay marcha atrás; las criaturas de Boon Joon-ho no pueden sino avanzar, a pesar de que ante cada avance encuentren la perdición de sus propias almas. Detalle a tener en cuenta: La llegada de los parásitos se da a través de un amigo de Ki-woo quién lo recomienda a la familia Park para que lo reemplace como profesor de inglés de su hija mayor. A su vez le obsequia una piedra que representa a la Fortuna. Este objeto —metafórico como dice en su momento el joven Ki-woo— va a ser el causante de su propia ruina. Una especie de pata de mono —aquel espeluznante objeto presente en el cuento de J.J. Jacobs— en que la fortuna anunciada por un amuleto casi mágico se convierte, luego de un primer atisbo de felicidad, en un definitivo descenso a los infiernos.
Más allá del contexto, del trasfondo post apocalíptico en el que está sumido el planeta entero y de la naturaleza salvaje que parece cubrirlo todo, La Luz del Fin del Mundo (2019) es una conmovedora historia de amor filial entre un padre y su hija de once años. De esto nos damos cuenta a partir del minuto cero y hasta pasados los primeros diez de empezada la película. Desde el minuto cero porque el título original —Luz de mi Vida— habla a las claras de lo que representa la pequeña Rag (una sublime actuación de Anna Pniowsky) para su padre (otra actuación ejemplar de Cassey Affleck) de quién nunca sabremos su nombre. Y digo pasados los primeros diez minutos de película porque eso es lo que tarda el padre de Rag en contarle el cuento sobre el Arca de Noé —con las variantes propias de la improvisación— en un clima de absoluta intimidad, refugiados en una semipenumbra que el director de fotografía Adam Arkapaw se encarga de matizar con tonos cálidos, y a la que se prestan los dos protagonistas echando por tierra la premisa que dice que los primeros minutos de una película —vale también para la literatura, es decir para toda narrativa— tiene que atrapar al espectador/lector con golpes de efecto y algún que otro sobresalto. - Publicidad - Aquí no sucede nada de eso. Son casi diez minutos que uno se deja hipnotizar por un cuento fantástico, hablado en susurros, con la cámara en plano cenital, con pocos cortes de edición y en donde podemos apreciar los gestos de ambos que nos hacen creer que los estamos espiando a través de una rendija de la carpa en donde se encuentran y que ellos ignoran por completo. Un cuento como el Había una Vez de los relatos orales que cautiva en una película de por sí cautivante. Comienzo arriesgado si los hay. Pero esta ópera prima de Cassey Affleck —si descartamos el falso documental I´m Still Here de unos años atrás— es el tono que quiso imprimirle a toda la película. Y no es un dato menor que el propio Affleck fue el protagonista de la excelente Historia de Fantasmas (2017), de David Lowery; un film tan minimalista que parecía que el tiempo se había detenido. Tanto el de la historia en sí, como el de nuestra percepción como espectadores. La Luz del Fin del Mundo trata sobre un mundo devastado por una plaga (llamada qtb) en el que solo las mujeres fueron afectadas. Un mundo sin el sexo femenino. Algo que ya había tratado la película Hijos de los Hombres (2006) de Alfonso Cuarón, aunque en ese caso la raza humana se veía amenazada por la infertilidad. En el transcurso del film se da a entender que no todas las mujeres sucumbieron ante la plaga, sino que existen refugios en donde algunas pocas se hallan a salvo y son protegidas. Claro que los términos “a salvo” y “protegidas” se vuelven algo siniestros. Eso mismo piensa el padre de la pequeña Rag por lo que deciden vivir una vida nómade en medio de bosques húmedos y peligrosos, en alguna casa o granero abandonado que encuentran en el camino, o directamente acampando allí en donde se sientan más seguros. En esta travesía sin ningún norte preciso, ambos demuestran permanentemente su mutuo afecto. El padre trata de enseñarle los valores éticos y morales sin descuidar nunca las alertas rojas que ha ido desarrollando para poder escapar ante cualquier peligro inminente. Este tipo de precaución es lo que les salva la vida en varias oportunidades. Al caer la noche, mientras se preparan para dormir, padre e hija construyen un ritual en donde no faltan los cuentos, pero tampoco los interrogantes sobre la muerte, las dudas sobre la condición humana y qué esperan sobre un futuro que se volvió incierto. Es por eso que Rag debe esconder su sexualidad —en el preciso momento en que está entrando a la pubertad— vestida de varón, con el pelo corto y oculto dentro de una gorra o capucha, sin poder optar por una simple campera que encontró abandonada en el armario de una chica de su edad —fallecida por la peste— por tener “brillos” que la delatarían en la oscuridad, pero también por parecer demasiado femenina. La pequeña Rag es inmune a la peste. Su madre murió a una edad en que ella ya no se acuerda de cómo era. Una mujer (Elisabeth Moss) que se le aparece a su padre en sueños y recuerdos y que lo sigue atormentando por el miedo a no poder realizar semejante tarea; esto es proteger a su hija de una civilización —la suya— que se convirtió en una amenaza. La manera de filmar de Affleck tiene la virtud de tomarse su tiempo en cada diálogo, en cada espacio en donde ambos interactúan o caminan, o simplemente se miran. Porque también es una película de miradas; de miradas profundas, amorosas y de tanto en tanto miradas que destilan temores ocultos. De esa manera uno se encariña con ambos protagonistas de una manera tal que a medida que avanza la película y los peligros parecen acentuarse, uno ruega para que no les pase nada. Preferiría que la película terminase antes de tiempo, si eso es posible, para evitar algo que les pueda hacer daño; para respirar aliviados, para que encuentren un lugar en donde sentirse a salvo, Pero claro que algo puede ocurrir, y efectivamente ocurre. Las últimas escenas son tan adrenalínicas que uno contiene la respiración todo el tiempo que dura el enfrentamiento entre el padre de Rag y los que la buscan para algo más que “protegerla”. Mención especial para las luchas cuerpo a cuerpo. Pocas veces el cine produjo versiones tan reales como las de estas secuencias. Y si hablamos de menciones especiales, la pequeña Anna se lleva todos los méritos. En su debut como actriz, nunca parece estar actuando. Su calidez y especial atención cuando escucha a su padre es sencillamente magistral, como así también cuando se enfrenta a él con el enojo propio de estar llevando una vida difícil, tanto por el mundo que le tocó vivir, como por su naturaleza pre adolescente en donde comienza a cuestionarlo todo. Affleck —Oscar a Mejor Actor por Manchester by the Sea— hizo un soberbio trabajo como director, hay algo del Lowery de A Ghost Story en cuanto al tono y dinámica de la película, pero es en la elección de Anna Pniowsky que el film encuentra su condición más valiosa y fundamental para que esta historia de un mundo distópico y totalmente intimista se convierta en una película en donde la belleza se encuentra en los pequeños gestos. “Una aventura romántica”, como dice la pequeña Rag al finalizar la película.