El nuevo opus de Paul Thomas Anderson, El hilo fantasma, es cine en su estado más puro. Los pliegues de una relación filial en un ambiente de exquisitez, más el bordado de una historia de amor envenenado.
En el Londres de los ’50, Reynolds Woodcock descolla como diseñador de alta costura. Es, como él mismo se define, “un soltero confirmado”. Lo suyo es coser, sudar, coser. Deja secretamente escondidos entre los pliegues de la ropa, mensajes, palabras y hasta un mechón de pelo de su madre muerta. Es metódico, caprichoso y atormentado. Vive con su hermana Cyril, su mano derecha. Habitan y trabajan en una casa de modas con rutina de fábrica, con obreras uniformadas. Un creador supremo y una administradora. En una escapada a las afueras de la ciudad se topará con Alma, una moza del bar de un hotel, que transformará su vida por completo.
Reynolds conocerá a Alma en un tropiezo, en el lugar donde va a desayunar la mañana que sigue a la noche en la que huye de la ciudad a toda velocidad. Se escapa para no enfrentar ni dar la cara a su última amante, a la que ya no soporta. Su hermana se encargará de sacarla de la casa. En ese encuentro él será desafiante al quitarle a la camarera el papel con las anotaciones de sus complejas órdenes. La joven redoblará la apuesta cuando él compruebe que todo lo que ha pedido ha sido traído a la perfección. Entonces, cuando la invite a cenar, ella sacará de su bolsillo una nota que dice: “Para el hombre hambriento, mi nombre es Alma”.
En esta especie de destino escrito en el que a Reynolds lo reconforta la idea de que los muertos visitan a los vivos, el recuerdo de la madre fallecida llega para aliviarlo. Y la figura de Alma, con su pasado desconocido, su origen extranjero incierto, su figura de amor, musa, modelo, empleada, amante, habitante de la casa sin rol determinado, será por un tiempo la cura a su mal resuelto complejo de Edipo.
Por momentos la recién llegada parece inocente y en otros una bruja hechicera capaz de preparar venenos que caben en un dedal de costura. Todo a la manera del cuento gótico, en el que pesa una maldición por la cual quien realiza un vestido de novia no se casa (Reynolds hizo el de la segunda boda de su madre, con la ayuda de su hermana). Hay una atmósfera de misterio y suspenso, los personajes son melancólicos o tienen cambios de ánimo. Y si bien la acción no transcurre en un castillo, la mansión Woodcock tiene suficiente cantidad de escaleras y puertas como para parecerlo, y en cuya parte más alta los protagonistas viven en una especie de encierro de alcobas.
Paul Thomas Anderson es el autor del guion, crea a un creador, en el que la moda tiene, en apariencia, un papel preponderante, para tejer relaciones de amor con sus constantes cambios basados en disputar quién tiene el poder en la pareja. Su historia posee además puntadas que muestran un entramado social, en el que juegan las apariencias, las hipocresías y los disfraces ¿no son acaso los vestidos artificios con los que alguien cambia o modifica su aspecto o condición?
Al comienzo de la película, el director de Magnolia deja clara su autoría, jugando con el nombre del film en un monograma en el que destacan P y T (sus iniciales) y un hilo que entrelaza las letras del título original, Phantom Thread. A continuación se escucha un casi imperceptible crepitar de leños, a la luz de los cuales Alma describe a Reynolds y su relación con él. Unas llamas que predicen una relación que no parece apasionada, pero que los consume y los alimenta a la vez. No sabemos hasta avanzada la película quien es su interlocutor ¿un periodista, un psicólogo, un confidente, un médico?
Hay además una compleja relación de hermanos, en la que Reynolds llama a Cyril “my old so and so” apelativo que puede ser tanto mi antigua fulanita como también mi vieja despreciable. En esa articulación del lazo de sangre en el que ella cede el lugar de estrella al hermano, el éxito de él no sería posible sin su intervención. Ella administra, ordena, hace el trabajo sucio, siempre con diplomáticas frases y cara sonriente pero ante la menor insinuación de desprecio no duda en decirle en la cara: “No busques pelea conmigo, no vas a salir vivo”.
La provocación y perturbación de los tres personajes principales va mutando de uno al otro. Al punto tal de que en el momento en el que Cyril conoce a Alma en la casa de campo, lo primero que hace es acercarse a ella oliéndola, adivinando los aromas que lleva en la piel, como un animal, primitiva, marcando territorio. Alma parece una cachorra aterrorizada aprendiendo los códigos en un vínculo viciado.
La inspiración para retratar a Woodcock, se dice, fue Cristóbal Balenciaga, un diseñador considerado uno de los más grandes creadores de alta costura, un tipo enigmático, que sólo dio una entrevista en su vida. Realizó el vestido de novia de la reina Fabiola de Bélgica y un episodio similar, de características dramáticas, tiene lugar en la película. Además de ciertos personajes con características afines al playboy dominicano Porfirio Rubirosa y Barbara Hutton, la millonaria heredera estadounidense, y algunos otros de la realeza europea.
Si hay algo que hace único al cine de Anderson es su prodigiosa construcción de planos, de un preciosismo exquisito, sus encuadres perfectos, apoyados en la solidez de los intérpretes, en cuyos rostros escribe la historia. En los acercamientos a sus rostros, de apabullante intimidad, se leen las emociones de cada personaje. Esto no sería posible sin la elección más acertada para cada uno de ellos, en especial, el trío protagónico. Daniel Day-Lewis en lo que puede ser el rol con el que se retira del cine. Si así fuera, sería con toda la gloria. Es un actor meticuloso que investiga sus personajes hasta convertirse en ellos durante el tiempo completo que dura el rodaje. No hace de Reynolds Woodcock, ES EL con cada parte de su cuerpo. Lesley Manville, con solo caminar o acomodarse el pelo detrás de las orejas, exuda autoridad escénica que transmite en eficacia cinematográfica. Vicky Krieps es la gran revelación, es camaleónica en cada escena en la que despliega un abanico de emociones impresionantes.
La música de Jonny Greenwood (el guitarrista de Radiohead) envuelve, invade, da ritmo a El hilo fantasma. Su aporte es fundamental para lograr el clima exacto a cada secuencia de las dos horas diez minutos que dura la película. Que a pesar de tratarse casi de una obra de cámara, nunca es morosa y fluye a la manera de un thriller con envase glamoroso y elegante.