Peter Jackson se despide del universo de J.R.R. Tolkien con su sexta película y tercera de la saga de El hobbit, tras Un viaje inesperado (2012) y La desolación de Smaug (2013). Y lo hace de manera convincente, regalando una de las épicas bélicas más monumentales del cine moderno, un despliegue de coreográficos y multitudinarios enfrentamientos en el marco de la batalla a las que alude el subtítulo del film. Vista por este cronista en la versión 3D de 48 cuadros por segundo en la inmensa sala IMAX, el despliegue visual de esta última entrega resulta estremecedor.
La película arranca con otra espectacular secuencia de acción (el dragón Smaug, con la voz de Benedict Cumberbatch, incendiando un pueblo entero y siendo enfrentado desde una torre por el heroico Bardo que interpreta Luke Evans) y termina con la larga guerra en la que se cruzarán ejércitos de enanos, elfos, orcos y diversas criaturas caminantes y voladoras.
En medio de esos dos picos de acción de las "apenas" poco más de dos horas de duración neta (la más corta de todas), aparece, claro, el derrotero personal de Bilbo Bolsón (Martin Freeman); la parte shakespeariana con el rey de los enanos, Thorin (un notable Richard Armitage), cegado por la codicia y paranoico ante el miedo a ser despojado del tesoro de Smaug, y la resolución del triángulo amoroso entre el pequeño Kili (Aidan Turner), la bella Tauriel (Evangeline Lilly) y Legolas (Orlando Bloom).
Pero quizás el aspecto emocionalmente más potente de todo el film sea apreciar cómo Jackson va tendiendo los distintos puentes hacia lo que luego sería (aunque cinematográficamente fue previa) la saga de El señor de los anillos. Así, en una imponente secuencia, veremos juntos a Gandalf (Ian McKellen), Galadriel (Cate Blanchett), Elrond (Hugo Weaving) y a un Saruman (Christopher Lee, peleando espada en mano a sus ¡92 años!) que ya va acercándose de a poco a Sauron. Se cierra, así, el círculo de toda una gran franquicia de seis películas. Fue lindo mientras duró.