La batalla épica por transformar un libro en tres películas terminó, pero detrás de ella quedó un sinuoso camino de grandes momentos y otros un tanto olvidables. La saga, en retrospectiva, es cierto que resultó despareja: esta tercera parte concluye en un tono similar al de la primera, de manera desbordada y un poco atolondroda en su estructura, que incluye más de cuarenta minutos de peleas ininterrumpidas.
Pero, hay que ser sinceros: no hay un minuto de tedio en esta saga, y la profesionalidad y amor por el más mínimo detalle de producción de Peter Jackson hacen de la misma un lujo que, lamentablemente, parece no podremos volver a apreciar. El sabor que queda no es amargo sino agridulce, y eso no es poco mérito.
Retomando la inconclusa historia del temible dragón Smaug, La Batalla... comienza exactamente donde La Desolación de Smaug dejó: con la destrucción de un pueblo envuelto en llamas y llantos desesperados por parte de sus indefensos habitantes. Aquí se presenta quizás el mayor problema de esta conclusión: en ningún momento, ni siquiera en el pico de la batalla final, la película vuelve a deslumbrar tanto como con ese antagonista escupe-fuego. Si el mejor recuerdo en materia de efectos especiales de la trilogía original fue Gollum, sin duda haciendo un balance en retrospectiva, en esta saga lo fue Smaug.
La batalla del título es asombrosa, sí, aunque no aporta nada nuevo (salvo la refinada definición del 48 cuadros por segundo) pero siendo que ésta es una trilogía que no sorprende sino que reincide, no es necesariamente algo malo. Jackson se despide de sus personajes de manera épica y atando cabos de manera cómoda y sin demasiadas vueltas como para recordar que la historia sigue después de El Hobbit... y para eso sólo hace falta volver a la videoteca y revivir los anteriores capítulos, que permanecerán siempre ahí, en el podio de lo mejor del cine de aventuras de todos los tiempos.