La Tierra Media nos dejó sin nada
Recuerdo la enorme expectativa que había entre los fanáticos de cara al estreno de El Señor de los Anillos: el retorno del rey, con la motivación extra que implicaba el excelente antecedente que era Las dos torres, que se había consagrado como un clásico instantáneo. Lo cierto es que la decepción había sido grande, a pesar de los múltiples elementos que se podían rescatar. Once años después, lo único que le pedíamos a Peter Jackson con El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos es que mantuviera cierta fluidez conseguida en La desolación de Smaug y no cayera en los excesos que lo vienen aquejando desde hace bastante tiempo en su carrera. Pero ni siquiera pudo conseguir eso y el cierre de esta nueva (e innecesaria) trilogía ni siquiera es decepcionante: es simplemente irrelevante.
Hay varios elementos que funcionan como ejemplos de los problemas que presenta El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos, pero quedémonos con dos: el primero es el personaje de Alfrid, una especie de sirviente/asesor del Maestro de Laketown, parecido al de Lengua de Serpiente en El Señor del Anillos: las dos torres. Pero mientras aquel aparecía la cantidad de minutos necesaria y era perfectamente funcional a la trama, Alfrid es simplemente insoportable, cada segundo en el que aparece da vergüenza ajena y encima tiene muchos pero muchos minutos en pantalla. Es lo más parecido que se ha visto a Jar Jar Binks, aquel bicharraco inventado por George Lucas que todos los fanáticos de La Guerra de las galaxias aman odiar. ¿No hubo nadie que le dijera a Jackson que ese personaje era contraproducente para la narración, que aleja a los espectadores de los acontecimientos y que ni siquiera sirve como villano al cual detestar? El segundo ejemplo es una escena cuyo objetivo es mostrar un importante cambio de carácter en Thorin Escudo de Roble, que gira alrededor del tópico de la avaricia y cómo esta aísla a los sujetos de todo el contexto a su alrededor, enfermándolos por completo. Es una secuencia de notable trazo grueso, que repite el mismo concepto hasta el hartazgo, sin la más mínima confianza en la capacidad de discernimiento del público. Lo que debería haber tomado un par de planos, algunas miradas y unos pocos segundos, se convierten en varios eternos minutos, que le ponen un freno innecesario a lo que se está contando y hasta le quitan humanidad a un personaje sumamente interesante.
De tropezones así está llena El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos y ni siquiera ciertos aspectos donde Jackson solía imponer su buen criterio están ajustados como deberían: la gran batalla del título se ramifica demasiado y pierde impacto, hundida aún más por unos efectos especiales que -salvo raras excepciones, como la composición del dragón Smaug- jamás estuvieron a la altura esperada en la nueva trilogía. Hasta la subtrama romántica entre el enano Kili y la elfa Tauriel, que era un legado bastante interesante de La desolación de Smaug, tiene aquí un final decepcionante en su cobardía. Y aunque hay un par de momentos con cierta fuerza o humor, y personajes que mantienen algo de espesor o entran fluidamente dentro del mecanismo de la trama -Bilbo es el ejemplo más obvio, aunque se podría decir lo mismo de Legolas, porque lo suyo es pura acción-, la sensación es que el realizador nunca encuentra el ritmo adecuado para lo que necesita contar; siempre está con un cambio de más o de menos respecto a lo requerido.
Lo cierto es que El hobbit: la batalla de los cinco ejércitos tira para abajo a sus dos predecesoras. Ni Un viaje inesperado ni La desolación de Smaug tenían demasiado para ofrecer y aprobaban con lo justo sus respectivos exámenes, pero este final lánguido, rutinario y repleto de guiños hacia El señor de los anillos las deja desnudas en su redundancia. Sin embargo, lo peor es que parece certificar un triunfo de las formas de producción y reproducción hollywoodenses a dos puntas: por un lado, se impone a un público carente de exigencias, que acepta parsimoniosamente lo que se le ofrece, llenando las salas sin pedir nada a cambio, sin valorar su propio gusto y la forma en que puede entretener un espectáculo determinado; y por el otro, fuerza a determinados cineastas que tienen pretensiones autorales a ceder frente a las exigencias del mercado en pos de mantenerse dentro del sistema de producción. Dentro de este panorama, queda muy patente que Jackson se durmió en los laureles o se le acabaron las ideas, pero lo mejor es que deje la Tierra Media por un buen rato. O para siempre.