La desolación de Smaug, segunda entrega de la trilogía cinematográfica basada en el clásico literario de J.R.R. Tolkien, empieza con un chiste: un cameo del propio director, Peter Jackson, emulando a los que solía hacer en sus películas Alfred Hitchcock.
Esa efímera broma cinéfila sintetiza de alguna manera los logros nada menores de esta segunda entrega, que resulta bastante más fluida, alegre, articulada y llevadera que la primera. Aun sin las escenas musicales del film inicial e incluso con la inevitable acumulación de diálogos pomposos recitados con voces graves y solemnes, La desolación de Smaug ofrece -por un lado- una mayor densidad dramática y -por otro- más y mejores escenas de acción. En este sentido, se destaca, por ejemplo, un escape de los enanos a bordo de unos barriles por un río correntoso en medio de un enfrentamiento entre elfos y orcos, que constituye una maravilla coreográfica.
Este segundo episodio sigue el siempre tortuoso derrotero de los pequeños y aguerridos protagonistas en su largo viaje hasta la Montaña Sagrada (Montaña Solitaria en el libro original) custodiada por el dragón Smaug con el objetivo final de que Thorin (Richard Armitage) pueda recuperar el reino de Erebor.
Como si fuese un recorrido por un parque temático, Bilbo Bolsón (Martin Freeman) y la docena de compañeros de aventuras -ocasionalmente ayudados por el mago Gandalf (Ian McKellen)- se enfrentarán con arañas gigantes en un bosque, contra los elfos (que los encarcelarán durante un tiempo) y los horrendos orcos (que también buscan las riquezas de Erebor), mientras reciben ayudas esenciales, como la del personaje del contrabandista Bardo (Luke Evans).
Esta segunda película -que si bien no alcanza la jerarquía de El señor de los anillos significa una sustancial mejora respecto de Un viaje inesperado- tiene un humor menos obvio y más logrado e intenta construir cierta tensión romántica a partir del triángulo amoroso entre el guerrero Legolas (Orlando Bloom), la bella Tauriel (Evangeline Lilly) y el enano Kili (Aidan Turner).
Mucho se ha discutido sobre el exceso de convertir las menos de 300 páginas del libro de Tolkien en una saga de tres películas y 9 horas en total, pero mientras Un viaje inesperado tardaba demasiado en arrancar y su duración se sentía en el cuerpo, aquí la experiencia resulta mucho más satisfactoria. A Peter Jackson, esta vez, habrá que darle la razón.