Esto no es una crítica
Después de darle muchas vueltas al asunto y no encontrar el lugar desde donde encarar esta nota, finalmente opté por usar la primera persona, cosa de la cual no soy partidario ni me genera fervor, pero no tuve más alternativa dado lo subjetiva de mi posición. Aclaro, para los que vayan a leer las siguientes líneas, que voy a contar algunos detalles puntuales, y otros no tanto, de la película en cuestión.
Fui al cine un domingo a la tarde, acompañado por mi primo Luciano, nos ubicamos en la fila cinco, bastante al centro, buena posición, aire acondicionado, vaso gigante de gaseosa. Pasó una hora de película y los enanos, el hobbit y el mago, que venían de una larga travesía que había comenzado en otra película, estaban metidos dentro de una montaña, un bosque o algo así, y me quedé dormido profundamente. Me desperté sobresaltado una hora después y vi que los enanos, el hobbit y el mago seguían metidos y perdidos dentro de una montaña, un bosque, o algo así. Entonces le pregunté a mi primo qué es lo que me había perdido y me dijo que habían aparecido algunos elfos, unos orcos, y pocos bichos más. De repente, apareció el dragón en pantalla, hubo un duelo verbal, una disputa y la película terminó. Así, de golpe y porrazo, con la promesa de una continuación.
Habiendo leído El Hobbit, aquel simpático librito de aventuras que Tolkien publicó en 1937, se me hace cuesta arriba toda esta nueva trilogía de Peter Jackson, aquel genio que con dos mangos creó magníficas películas, por caso Bad Taste o Braindead. O sea, para ser claros, el tipo convirtió una sencilla historia de aventuras, que bien se pudo haber adaptado en una sola película, en tres películas de tres horas de duración cada una. Como que es mucho, ¿no? Sucede que la solemnidad, lo protocolario y lo ceremonioso se han adueñado del espíritu de esta adaptación. La sumatoria de excesivas subtramas, personajes ignotos (¡que ni siquiera aparecían en el libro!) y las constantes referencias a la oscuridad que se avecina, hace que todo sea pesado, denso, impidiendo el goce, incluso calcando conceptualmente a la saga de El Señor de los Anillos, es decir, la idea del viaje como metáfora de maduración, de descubrimiento interno. Pero todo, lamentablemente, es como una fotocopia mal hecha, ya que los personajes están desdibujados, difusos, como la sombra/humo de ese proto-Saurón. Pero, es justo decirlo, vale rescatar al gran Martin Freeman, que en los pocos momentos que le son concedidos hace vibrar la pantalla; no pasa lo mismo con sir Ian McKellen que se lo ve algo deslucido, apagado, ni con ninguno de los trece enanos, que jamás logran conjurar una sonrisa o algo que pueda hacer que los recordemos una vez finalizada la película.
A todo esto, tengo que hacerme cargo de que es poco serio (o poco ético, si así lo prefieren aquellos lectores más dramáticos y extremistas) hacer una crítica de El Hobbit habiéndome echado una regia siesta en la mitad de la película, pero eso no le resta importancia a mi opinión ni me disminuye como espectador, pero antes de empezar a escribir esta nota me pareció que era bueno que aclarara cuales fueron las condiciones en las que vi dicha película y que no la había visto entera y que no pienso volver a verla hasta que la den en cable. Momento en el cual me dispondré a verla en una cómoda posición para repetir la gran siesta a la cual Peter Jackson me indujo.