Quien esto escribe es fan de Tolkien y fan de la versión fílmica de El Señor de los Anillos. También admira mucha de la obra de Peter Jackson. Quien esto escribe, además, no considera que la fidelidad a un texto sea un valor fílmico. Dicho esto, el gravísimo problema de El Hobbit -mucho más notable en esta segunda parte que en la primera- es que padece de inflación. Compárese: El Señor... es una novela de 1.500 páginas condensada a diez horas fílmicas. El Hobbit es una novela de 400 estirada a diez horas fílmicas. En el proceso, se nota mucho lo superfluo, el relleno. En esta segunda parte hay notables secuencias de acciòn que podrían recortarse del film y servirían como perfectos cartoons de aventuras. Y hay una cantidad gigantesca, desproporcionada, de diálogo cursi, de palabras rimbombantes que no quieren decir nada, de subtramas imposibles. Al mismo tiempo, Jackson apela incluso al material que Tolkien no publicó en vida. Pero esto es un defecto del autor: a estas alturas, es un niño que quiere el álbum de figuritas completo, cuya única ambición es darle movimiento a una serie de libros adorados. Desgraciadamente, falla en lo principal: contagiarnos al menos la razón por ese amor a Tolkien, o al menos su pasión por la lectura fantástica y el cine. Hay buenos actores (Martin Freeman quizás es el único que entiende el juego) y lo que le hicieron a Orlando Bloom es infame.