El espíritu de La Desolación de Smaug lleva a que El Hobbit finalmente se sienta mucho más cercano a la trilogía original, ya dejando de lado la aventura picaresca y subiéndole el calor poco a poco al caldo problemático en el que se ve envuelvo la cofradía de la Tierra Media. El territorio family friendly se va esfumando a medida que los ataques orcos y de otras naturalezas se van sucediendo y lo que antes se podía sentir como una precuela parca cobra un sentido de urgencia y euforia que sorprende, sobre todo dado el amable nivel de entretenimiento que presentó la anterior. Esta segunda entrega cuenta con la ventaja de no necesitar presentar a los personajes, lo que le permite largarse directamente a una carrera desbocada en la cual el grupo de aventureros enfrentan un peligro tras otro, sin apaciguar el pulso narrativo durante las bien balanceadas dos horas y 40 minutos.
Aún sin verla con el detalle de los 48 FPS en todo su esplendor, la avasallante cantidad de efectos computarizados que colmaban el metraje de Un Viaje Inesperado se ven reducidos, o al menos pulidos, en la secuela. El nivel de detalle de Peter Jackson es para aplaudir y la capacidad de poder sacarse de la galera una nueva película que le compita cabeza a cabeza en epicidad a su anterior viaje a la Tierra Media es indiscutible. El director hasta se permite un cameo en los primeros minutos -parpadeen y se lo pierden- e incursiona también en un par de planos experimentales dentro de la escena más grandiosa filmada para esta ocasión: el escape en barriles gigantes, lejos la parte que todos recordarán del film, momento que se ubica dentro de los mejores de la saga al completo. Es hasta ahora que me sigue resonando en la cabeza esa batalla épica entre orcos, elfos y enanos en donde hasta la música instrumental se detiene -al mismo tiempo que la respiración del espectador- para dejar paso a todo el asombro que se sucede en pantalla.
Fuera de la ecuación queda Gandalf, quien por arte del guión apenas aparece dentro del marco narrativo y le da la excusa para llenar la pantalla a la dupla de improbables héroes que son Martin Freeman y Richard Armitage, el primero aumentando la dimensionalidad de su Bilbo con la adquisición de su nuevo trofeo y el segundo con la odisea de Thorin por recuperar su reinado de las garras del tirano dragón Smaug, una delicia técnica por donde se la vea, amén de la adusta y profunda voz que le otorga Benedict Cumberbatch -en serio, ¿alguna vez descansa este británico?-. Entre las novedades del elenco, se encuentra el regreso del talentoso arquero elfo Legolas en la piel del claramente avejentado Orlando Bloom, que no ha perdido ninguna de sus mañas a la hora de realizar todo tipo de tareas acrobáticas para el alucine de la platea, mientras que la incorporación de la elfa Tauriel de Evangeline Lilly -personaje inexistente en la prosa de Tolkien- le aporta al film un costado femenino aguerrido necesario para alivianar la carga de testosterona que abunda en la saga.
Mientras tanto, el rol del Rey elfo Thranduil se expande y le da la oportunidad a Lee Pace de sacarle jugo a un papel interesante, y el Kili de Aidan Turner destaca con un inesperado giro romántico en la trama que le aporta un gusto diferente a su historia, una variación que se deja ver. No queda claro, sin embargo, el heroísmo del Bardo de Luke Evans, con claro porte masculino pero sin llenar los zapatos del otrora salvaje Aragorn. Su fuerza actoral no es lo suficiente como para generar un interés genuino en su historia y quedará ver qué puede ofrecer en la tercera y última parte de esta inesperada y extendida trilogía.
Lejos de acabarse en buena ley, el acto final que conlleva un épico tire y afloje verbal entre Smaug y Bilbo explota literalmente en pantalla para dar paso a un final que comparte con la reciente secuela de Los Juegos del Hambre el mismo sentimiento: el desasosiego infernal que supone esperar para ver qué sucede a continuación. Mientras que la primera parte era más familiar y tranquila, larga y pesada por partes, es inevitable incluso para los acérrimos a la obra de Tolkien ver que delante de ellos se encuentra una aventura que cobra la intensidad y el poder vistos en El Señor de los Anillos, que combina las historias de una manera satisfactoria. Éste es el verdadero viaje inesperado.