Recobrando el impulso
Hay una secuencia que es realmente estupenda en El hobbit: la desolación de Smaug: se trata de la huída del hobbit Bilbo y los trece enanos metidos en barriles, a través de unos rápidos, siendo perseguidos en primera instancia por un grupo de elfos liderados por Legolas y Tauriel (Evangeline Lilly), pero luego también por una banda de orcos. Allí Peter Jackson exhibe toda su pericia para brindarle al caos que representa la escena la fluidez justa, haciendo que todo se entienda y construyendo unos minutos de máxima diversión. Lo que se ve es la más pura aventura, la acción más subyugante, entretenimiento en su máxima expresión. Es decir, cine. Esos instantes, aunque suene exagerado decirlo, valen el precio de la entrada. Y algo de ellos se contagian al resto de la película, que aunque conserva unos cuantos vicios de su predecesora, evidencia a la vez un notorio repunte.
Es medio raro cómo en apenas cinco años lo que nos gustaba de El señor de los anillos en El hobbit nos molesta. ¿Cómo es que las virtudes de repente se convierten en defectos? Eso quizás tenga que ver con una mezcla de factores bastante interrelacionados: por un lado, El señor de los anillos podía presentarse ante nosotros como una obra monumental, una adaptación de alto riesgo, que no le quedaba otra que ser una trilogía porque en realidad estaba llevando al cine tres libros en uno, que ya venía posicionada como una literatura de grandes ambiciones; mientras que El hobbit es claramente un solo libro, de estilo casi infantil, que podía tener una versión cinematográfica de algo más de dos horas, pero termina siendo una trilogía porque a Jackson se le va la mano con el estiramiento de las acciones y porque hay mucha gente detrás del proyecto con ganas de juntarla con pala, aprovechando al público cautivo. Por otro lado, como ya sabemos que las ambiciones artísticas quedaron de lado, que no hay riesgo real y que lo que se presenta es un relato que podría estar orientado claramente hacia la aventura más pura, termina molestando (y mucho) que se quiera seguir vendiendo el producto como algo súper trascendental. Además, hay que hacerse cargo de algo: habían varios (bastantes, hasta demasiados) momentos donde el aire de autoimportancia que tenía El señor de los anillos ahogaba al espectador, aunque eso se compensaba en gran forma gracias a los momentos de acción descollante que montaba Jackson, junto a un desarrollo más que interesante de las tensiones entre los diversos protagonistas. De ahí que la narración se impusiera a los diálogos y descripciones redundantes.
Jackson sigue abriendo varias subtramas en El hobbit: la desolación de Smaug, aunque por suerte eso, que en la entrega anterior sólo entorpecía la narración, acá en algunos casos la potencia. Sí es indudable que la aparición de Beorn, el “cambia-pieles” que puede tomar la forma de oso, es sólo un guiño a los fanáticos y que no aporta nada al relato. Sin embargo (y atención, porque el que escribe esto no es precisamente un fan del personaje), la decisión de introducir a Legolas dentro de la película -a pesar de que no aparecía en el libro- aporta y mucho al dinamismo del film: el personaje interpretado por Orlando Bloom siempre estuvo destinado a la acción pura (de hecho, cuando hablaba, era bastante insoportable) y que en este caso contribuye a darle impulso a la historia. Asimismo, el triángulo amoroso que se establece entre él, Tauriel (personaje especialmente creado para la versión cinematográfica) y el enano Kili está tratado con sorprendente cuidado: realmente se puede creer y sentir empatía con las tensiones románticas establecidas; y al vínculo entre Kili y Tauriel hasta puede vérselo como una reversión de Corazón de León sin la moralina idiota y el clasismo hipócrita. Por otra parte, Martin Freeman confirma el gran actor que es, brindándole la entidad apropiada al hobbit Bilbo: es notorio que el protagónico no le pesa, que se toma el papel hasta un poco en joda, y eso le permite lidiar con los momentos más tensos con gracia y humanidad a la vez. De hecho, el duelo dialéctico (y no físico) que establece con el dragón Smaug es tan gracioso como terrorífico.
Esto no quiere decir que El hobbit: la desolación de Smaug sea totalmente redonda, porque de hecho no puede devolverle (u otorgarle) un verdadero sentido a la trilogía a la que pertenece. Pero sí funciona mejor como parte dentro del todo, se sostiene por sí misma y abre cierta expectativa de cómo Jackson vaya a cerrar el asunto en The hobbit: there and back again. Hay elementos fuertes (batallas, decisiones trascendentes, enfrentamientos de fuste) que permiten albergar esperanza, aunque no hay que olvidarse que el realizador mostró serias dificultades a la hora de cerrar las diversas subtramas en El señor de los anillos: el retorno del rey. Será cuestión de ver qué sucede dentro de un año, para hacer la necesaria evaluación global.