Como si se tratara de un acontecimiento anual imposible de saltear en el calendario llega una nueva entrega cinematográfica de ese mundo que alguna vez concibiera J.R.R. Tolkien en literatura. El intérprete privilegiado para poner en marcha esta gema mitopoética en imágenes en movimiento es Peter Jackson. Especies diversas, criaturas parlantes, mitos difusos, monarquías anacrónicas no sólo poblaban la Tierra Media sino también aquellas páginas publicadas en un tiempo en el que materializar visualmente este cosmos alternativo resultaba imposible. Pero, ¿quién iba a profetizar un par de décadas atrás que un elfo se pasearía por los aires como un skater del siglo XXI? Los enanos y el hobbit ladrón de patas desproporcionadas llegan finalmente a la famosa montaña en la que se encuentra el temible dragón Smaug (y la Piedra del Arca), cuya desolación parece haberle estimulado unas ganas bárbaras de hablar; más que cumplir con su instinto y por consiguiente carbonizar a sus presas de una buena vez, Smaug demuestra ser una monstruosidad entrenada en Cambridge. Gandalf acompañará de cerca y de lejos a la comitiva que intenta restablecer el perdido Reino Enano de Erebor, mientras que los elfos, moviéndose en el espacio como bailarines de un videojuego, no paran de despachar orcos y cada tanto degollarlos. El mejor pasaje del film reside en una contienda entre los enanos y una arañas gigantes, aunque una secuencia en las que los enanos escapan flotando en unos barriles es otro de los escasos aciertos de la película; Jackson es capaz de cartografiar el espacio cinematográfico y trabajar coreográficamente sobre él, y no mucho más en esta segunda entrega. La pertinencia del 3D dependerá mucho si la sala de exhibición está al día con el mantenimiento de las lámparas de sus proyectores, pues el universo de Jackson al ser demasiado oscuro requiere de buenas condiciones de proyección; no obstante, el rostro de un araña en primerísimo plano y una abeja volando en el medio de la sala son instancias simpáticas de un dispositivo tan obligatorio como innecesario. Si uno de los placeres de las dos trilogías reside en la construcción de un héroe colectivo que sostiene el relato, en esta oportunidad la chatura de todos los personajes, pese a la simpatía de Bilbo o el magnetismo de Gandalf, desdibuja la fuerza del grupo y las virtudes que los define: la nobleza y el espíritu de camaradería. Diez minutos de Gollum hubieran sido suficientes para levantar un film cuya mediocridad se pretende conjurar, sin éxito, a golpe de efectos especiales, estrategia formal para insuflarle vida a un film hundido en su ostensible insignificancia.