Las relaciones entre el cine y la literatura siempre han sido productivas. En oportunidades algún ultra fanático de un libro, autor o saga literaria, puede llegar a denostar alguna adaptación, pero esto siempre surge del propio amor exacerbado por sus ídolos de papel. También la decepción puede llegar a surgir porque el director de turno o las actuaciones de los protagonistas no estén al nivel de la ocasión.
No es el caso de “El Hobbit: La desolación de Smaug” (USA/Nueva Zelanda, 2013), segunda parte de la extendida trasposición de “El Hobbit”, de J.R.R. Tolkien, realizada por Peter Jackson, porque todo está hecho con pasión y amor por la obra original.
El director transforma en imágenes generadas en 48 fotogramas por segundo y 3D una vertiginosa carrera fílmica para todos los amantes de la saga con personajes que atraviesan universos imaginarios y maravillosos, y hasta aún más logrados que los descriptos por Tolkien en sus libros.
Porque Jackson continúa analizando la lucha entre el bien y el mal retomando la acción que “El Hobbit: Viaje Inesperado”(USA, 2012) dejó en suspenso y con un sabor amargo. Esta antagonía se potencia y arranca todo con una persecución (que continuará toda la película) de los orcos al grupo de hobbits.
Así, la antigua sensación de: “acá faltó algo”, de la primera parte, es superada en esta entrega (y esperamos ansiosos ya la tercera y ¿última? parte) con una incorporación casi hacia el final que impacta e hipnotiza.
Esta incorporación es la de Smaug (con la voz de Benedict Cumberbatch), que da nombre al título, y que no es otra cosa más que un enorme y avaro dragón, que aún en su ocaso, sigue tratando de mantener su poderío a fuerza de miedo y opresión. Jackson se sirve de las últimas tecnologías de animación para dotar al personaje de una inmensa credibilidad hasta el punto que asusta en cada una de sus intervenciones y mucho.
Hasta llegar al lugar en donde habita este animal mitológico, y que en “El hobbit: Viaje Inesperado” inició el camino a la libertad con el hallazgo de Bilbo Bolsón (Martin Freeman) del misterioso anillo, deberemos atravesar varias peripecias del grupo de doce enanos, Gandalf (Ian Mckellan), Thorin (Richard Armitage) y los elfos (que pese a no estar incluídos en el libro original, e interpretados por Orlando Bloom y Evangeline Lily) hasta llegar a Smaug.
En el medio toda la imaginería que Jackson tan bien ha creado y que se potencia narrativamente a medida que avanzan los 161 minutos de duración del filme (9 menos que la primera entrega) con un guión del que han participado grandes como Fran Walsh, Philippa Boyens y Guillermo del Toro (que por cuestiones económicas y de agenda finalmente dejó el lugar a Jackson en la dirección).
Hay una continuidad con las anteriores adaptaciones de “El señor de los anillos” y con su antecesora “El Hobbit: Viaje Inesperado”, una superación y una necesidad de reflejar en detalle la obsesión que Bilbo comienza a sentir por el anillo y hace olvidar que en esta entrega no esté el Gollum (Andy Serkis, quien se encargó de la dirección de la segunda unidad), personaje clave en todas las partes de la saga.
Climas y paisajes conocidos, tonos cálidos en las imágenes para reflejar la paz del día y oscuros para la opresión y el miedo. Música que incita a prestar atención en cada momento y escenas claves que dividen la película en capítulos (la pelea con las arañas, mucho más logradas que cuando Frodo luchó con Ella-Laraña en “La comunidad del anillo”, o en el momento que Gandalf se enfrenta con Sauron) hacen que este sueño por tierras ancestrales sigan buscando respuestas a una pregunta que uno de los protagonistas se hace en un momento clave del film “¿Cuándo permitimos que el mal fuera más fuerte que nosotros?”. La destrucción de ese mal es el motor de una gran aventura para disfrutar sólo en la oscuridad de una sala.