La aventura comienza... de nuevo
Nueve años después del último episodio de El Señor de los Anillos, Peter Jackson regresa a la Tierra Media con el primero de los también tres episodios que tendrá su versión de El Hobbit. Si bien el libro fue escrito por J.R.R. Tolkien antes que El Señor… y sólo comparte con él -originalmente, al menos- algunos personajes, en términos hollywoodenses actuales podría considerárselo una precuela. Y es de esa manera en la que Jackson se conduce en este universo: pintándolo de similares colores a los que ya conocemos.
La continuidad, entonces, está asegurada: mismos actores, mismo estilo, mismo “tono”, similar organización narrativa y visual, parecidos personajes. Uno ve El Hobbit y -al menos en la versión 2D y en 35mm que se proyectó a la prensa aquí- al segundo sabe que está adentro del mismo universo que el de El Señor de los Anillos, lo cual tiene sus pros y sus contras. A favor tiene, obviamente, saber que millones de espectadores aman ese universo y desean volver a él para ver nuevas/viejas aventuras de algunos de sus queridos personajes. En contra está el hecho de que para muchos otros (fans o no de la trilogía) el asunto puede volverse algo reiterativo, “menos de lo mismo”, un retorno que no es otra cosa que “ir a lo seguro”.
Un viaje inesperado, título de la primera de las películas, juega en el límite entre esos bordes. Narra las continuas aventuras de un grupo de pequeños antihéroes (un hobbit y una docena de enanos, además del mago Gandalf) recorriendo tierras de monstruos, orcos, trolls y otras criaturas viejas y nuevas, para llegar a otra montaña lejana y aparentemente de imposible acceso, controlada por un ser peligroso (en este caso, el gigantesco dragón Smaug) al que nadie se atreve a desafiar.
Si hay que buscarle una diferencia a El Hobbit respecto a El Señor… es su tono algo más infantil y humorístico, algo que está en el texto y que se acrecienta en el film con la presencia de los enanos, personajes que parecen salidos de cuentos de hadas. Al principio de la película, tras la notable introducción en la que el viejo Bilbo (Ian Holm) cuenta cómo Smaug se quedó con la Montaña Solitaria echando a su “pueblo originario” (enanos que, en realidad, son más grandes que los hobbits), y luego del encuentro entre Bilbo (Martin Freeman) y Gandalf (el a la vez más joven y más viejo Ian McKellen), el film parece entrar en una plomiza laguna en la que, a lo largo de más de 40 minutos, los viajeros de esta saga se unen para comer, cantar y destrozar la cabaña del tranquilo Bilbo.
Es que si hay un viaje, una transformación que contar en esta película, es la de este pequeño hobbit que no quiere saber nada con modificar sus rutinas (comer, fumar pipa, leer y así) para sumarse a una peligrosa aventura con una serie de ruidosos desconocidos. Pero lo hará, convencido a medias de que puede ayudar en la tarea por un Gandalf que siempre parece saber cómo terminan todas las historias, alguien que está en la película para arreglar las cosas que se salen de cauce.
El Hobbit tomará ritmo narrativo cuando la banda salga en su aventura y empiece una larga serie de cada vez más complicadas y extensas batallas con las susodichas criaturas, en las que Jackson vuelve a exhibir su arsenal de piruetas visuales, así como su dominio y control de la narración. Pese a su espectacularidad visual, Jackson se va volviendo cada vez más clásico en su forma de narrar: cada escena tiene su tiempo y su desarrollo, y muy pocas cosas en la película se sienten apuradas.
Esto también puede jugarle en contra: si hay un problema en El Hobbit es que Jackson aquí no resume el libro a sus bloques narrativos fuertes y/o esenciales como lo hacía en El Señor…, sino que lo expande, usa todo lo que escribió Tolkien y más también, perdiendo uno de los puntos fuertes de aquellos films: su concisión, la sensación de que todo lo que veíamos era esencial a la trama. Igualmente, si tomamos en cuenta la trilogía anterior, hay que pensar que la primera película sólo es un aperitivo para el plato fuerte que viene después. Uno desea que aquí suceda lo mismo.
El Hobbit es un espectáculo visual innegable en el que las mejores escenas quedan en manos de caras conocidas (un encuentro en Rivendell de viejos personajes deja en claro que le costará a esta serie imponer nuevos rostros) y de algunas criaturas (no personajes) que no existían en la saga anterior. Con el correr de los minutos la trama se va volviendo más oscura y siniestra -la aparición de Gollum y el anillo se dan ahí-, pero también hay una permanente sensación de déjà vu que recorre toda la película: cada nuevo combate, cada nueva situación, parecen extensiones no del todo necesarias de una película muy parecida que ya vimos antes.
No es culpa de Jackson, claro, que los espectadores no se sorprendan tanto ahora como lo hicieron cuando se estrenó La Comunidad del Anillo. El visualizó este mundo a partir de los textos de Tolkien y quiso volver a llevar a los espectadores ahí. En ese sentido, sale mucho mejor parado que George Lucas en la primera precuela de Star Wars (¿Remember Jar Jar Binks?), pero no hay demasiada innovación tampoco. Pasarle la dirección a Guillermo Del Toro -como se hizo en un primer momento- podría haberle dado al film un ángulo y una mirada diferente. No necesariamente mejor, pero era algo que podía generar una intriga extra en el espectador. Aquí ya sabemos dónde y cómo nos van a conducir en el viaje. Y esa seguridad es lo mejor, pero también lo peor, que tiene esta primera película de la trilogía.
PD. La versión 3D y en 48 cuadros por segundo, que tantas controversias y comentarios viene causando por el mundo, no había llegado a la Argentina en el momento de la proyección de prensa, pero sí se estrenará en ese formato en unas 20 salas. Habrá que volver a ver el film así para ser del todo justos con la visión de Peter Jackson.