Después de haber conquistado el mundo con las doce horas de El Señor de los anillos, era natural que Peter Jackson decidiera, finalmente, llevar El Hobbit -la “precuela” de aquella novela- que tuvo un parto dificultoso de casi una década. El resultado es desparejo, con secuencias notables donde el humor y la aventura conquistan el ojo y con otras donde la inflación narrativa producto de transformar una novela de poco más de trescientas páginas en otra trilogía de más o menos diez horas en total. Quien conozca la obra de Tolkien, verá que hay tanto elementos del libro original como de los Apéndices de El Señor de los Anillos, y algunos cambios para mayor fluidez narrativa. Justamente, el problema de la película reside en que esa fluidez se resiente en gran parte del film, especialmente hacia el medio, donde la necesidad de llenar la historia con datos necesarios para futuras películas vuelve todo moroso. En cambio, en las secuencias de acción y dramáticas que se suceden en la última hora de película, todo es más fluido e incluso, en ciertos casos, humorístico, aunque se nota la idea de que la estructura sea un calco de la de los films anteriores. Sì hay un defecto, quizás producto de la necesidad de “sumergir” fìsicamente al espectador en la acción, y es que a pesar de la suntuosidad de los escenarios, a la hora de los golpes y las corridas es imposible disfrutarlos por el vértigo de una cámara que busca, primero, el ángulo más difícil y, recién después, el más pertinente. Un juguete de Navidad, en todo caso, con mejor humor que sus antecesores.