SOBRE HEROES Y TUMBAS
La pesadez y grandilocuencia que arrastra Superman: el hombre de acero es producto directo de la necesidad de Warner, Legendary Pictures y DC Comics de imponer un producto que sea necesariamente diferente de los de Sony Pictures, Disney y Marvel. Por supuesto, que el principal responsable de este tono no es otro que Christopher Nolan, el director/productor con menos sentido del humor de Hollywood.
Zack Snyder, el director elegido para llevar adelante este reboot (así se denominan a los reinicios de cada franquicia), es un tipo que carga con cierta experiencia a la hora de trasladar comics al celuloide (300, Watchmen), amén de haber demostrado ser redituable y confiable para los productores y estudios. No obstante, esto no lo convierte en el indicado para llevar a Superman a surcar los cielos y abrirse paso entre aventuras de diversa índole.
La operación que hace Snyder es la misma que hizo Nolan para con Batman, esto es, sumarle seriedad y pomposidad a un personaje que se dedica a pegarle a las cosas y a volar por ahí en calzones rojos. Pero lo que funcionaba en el encapotado de los cuernos, aquí puede que no esté tan bien.
La primera de las cosas que no terminan de cuajar es el tiempo que le lleva a la película despegar (sí, eso fue un chiste): más de medio film es lo que le toma a Snyder mostrar a Superman en el dichoso traje azul y rojo. Antes, peleas, traiciones, amenazas, que quien te creíste, que ya te voy a agarrar, que los voy a fajar a todos, pero, claro, sin una pizca de gracia y muy, muy lento. Lo segundo, es el tono religioso imperante a lo largo de toda la película… a ver si nos entendemos, estamos hablando de Superman, ¿alguien me puede explicar porque necesitan compararlo con Jesús? Hay una idea que gira alrededor de todo el film acerca de Superman como nuestro salvador, como aquel que baja de los cielos a iluminarnos y a enseñarnos el camino… vamos, ¿en serio? Si hasta con Russell Crowe parece que estuvieran encarnando aquello de “en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo” (el ex-gladiador, que se la pasa deambulando cual fantasma, interpreta a Jor-El, padre kriptoniano de Kal-El, alias Clark Kent, alias Superman, alias-tengo-tantos-nombres-que-me-va-a-dar-una-crisis-de-identidad). Eso sin mencionar el significado de la muerte en la película (de ambos padres, adoptivo y biológico, de los villanos, de una raza entera) que lo único que hace es sumarle más pesar y gravedad a nuestro héroe, generándole conflictos psicológicos antes que físicos.
En fin, que eso no sería algo tan malo si las escenas de pelea no estuvieran resueltas a lo Michael Bay, esto es: “dos tipos se pegan, rompen todo y lo voy a filmar bien acelerado, porque eso le da realismo, aunque cinematográficamente no se entienda nada”. Lo único que se llega a apreciar (y a disfrutar, hay que reconocerlo) es que, en un acto de sana irresponsabilidad, edificios enteros se caen a pedazos, aplastando a miles de personas en el camino (en una nota para el Suplemento Radar de Página/12, Mariano Kairuz hablaba acerca de que finalmente el fantasma del 11-9 fue exorcizado con esta película, que “más de diez años después, Hollywood podía dar por terminado su duelo por el 11-S, y que ya estaba bien hacer mierda Nueva York otra vez por puro espectáculo”), y la ciudad es desvergonzadamente destruida por Superman y el villano de turno.
Así llegamos a un nuevo Superman, que si bien no está mal, arrastra una pesada carga que uno no asocia con el marciano (perdón, kriptoniano) volador. Son los tiempos que corren, ¿vio estimado lector?