Un héroe para forjar la pedantería ideológica
"Este hombre no es enemigo" dice el militar, y por fin Superman respira aliviado. Porque lo que durante toda la película este alienígena ha perseguido estaba allí, en este reconocimiento.
Como si de un espejo extraño se tratase, el guión de Christopher Nolan y David Goyer reitera lo que su triada sobre Batman hubo de exponer, donde The Dark Knight ofrecía una construcción formal precisa: así como el dueto Joker/Batman o las dos caras de Harvey Dent, el film mismo se partía al medio entre dos argumentos. En El hombre de acero, la dualidad aparece entre Krypton y la Tierra, con Superman (Kal-El/Clark Kent) como bisagra entre los mundos.
Si Krypton conoce su caída, la Tierra abraza el nacimiento del héroe. Si la Tierra (Estados Unidos, se entiende) posee militares abnegados, Krypton sucumbe ante la figura despótica del General Zod. Luz y noche como juego de tablero que nada tiene de angustia expresionista (el Batman de Nolan lejos está de esta dolencia metafísica). El Superman de Zack Snyder se asume como arquetipo platónico -una de las lecturas, de hecho, del joven Clark-, venido de los cielos, con dudas en el confesionario, mientras un cristo de vitraux destella por detrás. Envuelto en su manto rojo y azul, el héroe sabrá cuándo caer crucificado desde el espacio.
Las lecturas religiosas en Superman han sido referidas siempre, pero nunca de manera tan obvia, como también lo es su sujeción voluntaria a las fuerzas de seguridad del gobierno norteamericano. Tampoco sorprenderse tanto, el Batman de Nolan ya hacía explícita, en su último film, su predilección por la policía mientras elegía bombardear a la gente.
Lo que ha quedado por el camino es, justamente, la raíz misma del personaje. Expresión de un mito judeo-cristiano que, en todo caso, podría pensarse desde las figuras de dos jóvenes hijos de judíos inmigrantes: Jerry Siegel y Joe Shuster. Superman, circa 1938, antes que preocuparse por la simpatía militar, supo ser justicia de cómic para las víctimas de la Gran Depresión, mirada gráfica futurista (Metrópolis, trenes, velocidad, rascacielos), y placer lector de pocos centavos.
Pero la diversión parece ya no tener lugar en el mundo de Superman, rasgo que es marca de rutina en el cine de Nolan y también en el de Snyder, tan afecto a los espartanos-maniquíes de 300 o a su almibarada, nada ácida, Watchmen. Superman ya no juega su magia desde el desafío del vuelo, sino que ahora se ha vuelto solemne, rígido, estatuario. Bien lejos de los gags lunáticos de Richard Lester o de la caracterización encantadora de Christopher Reeve.
Cuando el alto mando lo acepta, la bandera con barras y estrellas flamea por detrás, así como el Cristo del vitraux. Prólogo para el despliegue de unos efectos especiales devastadores. Edificios como dominó para el Superman de los nuevos tiempos, asumido vértice de fundamento junto con Dios y la Patria. Espectacularidad visual que no esconde su pedantería ideológica.