Cualquier película basada en un mito muy araigado es un riesgo: el límite entre la visión personal y la traición lisa y llana es demasiado delgado. Hasta hoy, las películas sobre Superman habían logrado equilibrar el humor ingenuo del personaje (después de todo, un ser perfecto que gana siempre e indefectiblemente) con invenciones más o menos a tono. Sin dudas, las dos que dirigió Richard Lester con Christopher Reeve, aunque sus efectos hoy nos parezcan toscos, permanecen en ese equilibrio. Esta nueva versión tiene méritos: invención surrealista en algunas secuencias de acción, la actuación breve y perfecta de Diane Lane y Kevin Costner, un protagonista que entiende a su personaje y ciertas traiciones bienvenidas. Pero adolece de un respeto mortuorio y solemne incluso en aquellas escenas donde debería ganar la comicidad (cómo se extrañan los Lex Luthor de Gene Hackman o incluso Kevin Spacey aquí). La idea de contar el origen para luego ir hacia otros rumbos probablemente más oscuros deriva en una película que, sin aburrir y con cierta bravura ocasional, parece un enorme trailer de dos horas veinte, un preludio para lo que indefectiblemente habrá de venir. Lo que deriva en algo así como un álbum de figuritas, una colección de “todo lo que usted debe saber de Superman para comprender al personaje” al que se le ha sumado algún trauma con sus padres (los dos papás, ojo, que con la mamá todo está bien). Continuará en unos años.