Jesús contra los transformers
Con alegorías y mucha estimulación visual, la película es la suma de escenas de acción.
Con cada reboot o revisionismo de un superhéroe hay cosas que se ganan y se pierden. En El hombre de acero no hay kriptonita verde, ni está Lex Luthor, Superman no sonríe, ni guiña el ojo a cámara mientras vuela, y para ver a Clark Kent cumplir función de periodista, habrá que esperar a la secuela. Si hasta la S , dicen, no es por Superman ya que no es una S , si no que refiere a Esperanza. Y casi no se lo nombra como Superman...
En esta versión, el héroe es una alegoría de Jesús (tiene 33 años, aguanta humillaciones, es “el ángel guardián”, es quien salvará a la humanidad y debe “potenciar a los hombres de bien”, pregunta por qué Dios lo hizo así, pero acepta su destino) y en la última hora pelea contra otros extraterrestres, ex compatriotas del desaparecido Kryptón, como si ésta fuera otra película de Transformers.
Cabía preguntarse qué saldría de la combinación entre Christopher Nolan como autor de la historia y productor, y Zack Snyder, con su estimulación visual de 300. Lo que resulta es una película alejada de toda escala humana. Por las dimensiones que tiene, y en cuanto a que, básicamente, es la lucha entre extraterrestres exiliados.
Terminada la trilogía de Batman -y ante la catarata de éxitos económicos de las películas de Marvel-, era indudable que el otro héroe de DC, Superman, tenía que llegar al cine. Nolan y su guionista amigo David S. Goyer bucearon en las raíces de Kal-El, el bebe al que su padre científico Jor-El y su madre Lara envían a la Tierra con un Códice que permitiría reanudar la vida de Kryptón. Son los primeros veinte minutos en los que se presenta al malvado Zod, el general golpista, quien al haber estado congelado en la Zona Fantasma (en Kryptón, saben los fans, no existía la pena de muerte), cuando llegue a la Tierra 33 años después estará igual.
Es que Nolan no es hombre que abrace las causas sencillas, y menos aún los relatos lineales, así que habrá idas y venidas en el tiempo y apariciones de papá Jor-El (“Soy la conciencia”, aclara a los desprevenidos), más que nada para explicar alguna cosa a quienes entraron tarde a la sala y para darle el traje a Clark.
Cómo hizo para que le calce perfecto es un enigma. Las convenciones permiten que en los filmes de superhéroes no es que no haya lógica, sino que haya otra lógica posible, como para entender tamaña destrucción de edificios, que sea de noche y de pronto de día -antes de la pelea final-, las idas y venidas entre Smalville y Metropolis.
La trama se sostiene a partir de pequeñas grandes escenas de acción y/o tensión, casi de catástrofes, sea la explosión de una torre que busca petróleo en el océano, un ómnibus escolar cayendo a un río, un tornado.
No importa que Henry Cavill parezca verdaderamente de acero (es bien, bien duro), pero para crear química con Luisa Lane, que la periodista descubra tan pronto la identidad de Superman hace que todo el costado romántico pierde rápida consistencia.
La música wagneriana de Hans Zimmer (el gran compositor predilecto de Nolan) está para subrayar, porque nada hay dejado a la sutileza.