Destino y elección
¿Desde qué lado abordar a Superman? Este superhéroe es tan de otro mundo, tiene tantos superpoderes, es tan gigantesco en su figura, que termina estando lejos de causar la misma empatía e interés que otros superhéroes como Batman o El Hombre Araña. El fracaso de Superman regresa evidenció que la fórmula aplicada por las películas protagonizadas por Christopher Reeve ya estaba agotada. Por otro lado, las series televisivas Lois & Clark: las nuevas aventuras de Superman (focalizada en el vínculo entre Luisa Lane y Clark Kent) y Smallville (que contaba básicamente cómo Clark Kent/Kal-El terminaba convirtiéndose en Superman) ya brindaban pistas sobre la necesidad de humanizar el personaje. No resultó raro entonces que Warner trajera a Christopher Nolan, después de su exitosa trilogía del hombre murciélago, aunque esta vez “sólo” como productor y autor de la historia.
El hombre de acero presenta una particular combinación, porque no sólo tenemos al Nolan productor/guionista (aunque quien escribe el guión termina siendo David S. Goyer, quien ya se convirtió en un colaborador habitual suyo), sino también en la dirección a Zack Snyder, un realizador que a su manera también tiene un punto de vista particular tanto sobre los cómics como los géneros cinematográficos. Si se mira El amanecer de los muertos, 300, Watchmen, Ga’Hoole: la leyenda de los guardianes y Sucker punch-Mundo surreal queda en evidencia un cineasta preocupado más que nada por los aspectos audiovisuales que por la narrativa y el desarrollo de los personajes. El terreno de Snyder es el trabajo sobre la iconocidad, lo simbólico, el impacto de las imágenes, la composición de bandas sonoras que sumerjan al espectador en lo que se está contando. Sin embargo, con excepción de la remake del clásico de George Romero (sin dudas su obra más consistente), su cine no ha pasado de la mera superficie, componiendo básicamente enormes dispositivos de alto impacto pero donde los protagonistas son de cartón pintado y donde todo va a mil por hora, para que termine olvidándose a la misma velocidad.
La colisión entre la ambición narrativa y temática de Nolan y la grandilocuencia audiovisual de Snyder tiene sus pros y contras en El hombre de acero. Por un lado, el típico cuento de origen del superhéroe vuelve a contarse como ya se hizo antes, pero fluye con perfecta naturalidad: Jor-El, ante la destrucción de Kryptón, consigue que su hijo, Kal-El, escape hacia la Tierra; ya en la Tierra, Clark Kent va descubriendo dolorosamente sus superpoderes durante su infancia y adolescencia; ya crecido, Clark se oculta, sólo actuando en determinados momentos, sin conocer realmente de dónde viene. Allí Snyder deja de lado la construcción de planos grandilocuentes a favor del uso de la cámara en mano y una fotografía casi sucia, perfilando lo que será el centro de la trama en la segunda parte del film: el enfrentamiento entre el destino que parece aguardar a Kal-El como última esperanza para la resurrección de Kryptón y sus elecciones como hijo adoptivo de la humanidad.
Es el General Zod el que corporiza este dilema, como alguien que es despiadado y monstruoso no por haberlo escogido, sino porque su posición se lo reclama, porque no le queda otra. Su villanía es entonces predestinada, irremediable, contrapuesta a la bondad de Kal-El (camino a ser reconocido como Superman), quien escoge ser cómo es y defender a la Tierra, a la que considera su nuevo hogar. El tópico de las decisiones propias, con las consecuencias que traen a cuestas, ha marcado a fuego toda la filmografía de Nolan: no sólo la trilogía de Batman, sino también a sus otros films, desde Memento hasta El origen, pasando por Noches blancas y El gran truco. Acá vuelve a estar presente, básicamente porque parece ser la única forma de complejizar verdaderamente a Kal-El, a Clark Kent, a Superman.
La última parte de El hombre de acero, que implica toda una serie de enfrentamientos finales, mezcla el relato religioso con el heroico y hasta el romántico, todos ellos al servicio de la acción. La tesis temática estalla, con Snyder poniendo toda su pericia como fabricante de imágenes para componer alegorías cristianas (Superman es indudablemente una metáfora de Jesús, alguien traído por su padre a la Tierra para afrontar los problemas humanos) y escenarios apocalípticos (probablemente en ningún film se vieron explotar, derrumbarse, estrellarse o destrozarse toda clase de artefactos, elementos y dispositivos, con un planeta a punto de reventar, literalmente, en pedazos). Es en ese vértigo donde se consolidan las virtudes narrativas, porque nos interesan los personajes y los hechos que protagonizan -a pesar de que todo avance a mil por hora- pero también las dificultades para terminar de construir una obra que realmente trascienda el ya habitual camino del héroe. Hay un notorio intento, similar al de Batman, de deconstruir los íconos y la simbología relacionados con Superman (ver por ejemplo cómo se piensan cuestiones como la identidad o incluso el nombre), pero aún queda pendiente la mirada de los seres comunes y corrientes, el intercambio palpable entre los que son salvados y su salvador. El hombre de acero deja en claro que este superhéroe no puede ser sólo el protector de una ciudad, como lo es Batman con Gótica. Debe serlo de la Tierra. La consolidación del superhéroe global, en consecuencia, aún queda pendiente.
A medio camino entre la fría introducción de Batman inicia y la complejidad en todos los sentidos de Batman: el caballero de la noche, El hombre de acero establece un piso interesante, aunque deberá redoblar la apuesta en la siguiente entrega. Tanto Nolan/productor como Snyder/director deberán tener claro que la clave para el éxito de la continuación no deberá implicar dormir al espectador con los discursos seudotrascendentes ni aturdirlo con colores, gritos y explosiones.