El amor no alcanza
Toda caricatura corre el riesgo del desprecio y hay veces que el amor no alcanza. O, para ser más precisos, hay veces que el amor no importa porque es esa manera de amor que surge más por compasión que por identificación, por fetiche y no por reconocimiento del otro.
En El hombre de al lado hay una mirada despiadada sobre una clase que construye su confort sobre la base de esa tensión entre desprecio y fetiche, sobre la pocas veces delicada línea que separa aquello a lo que la clase margina de aquello a lo que esa misma clase incorpora como objeto de deseo. Una tensión que hace que la película de Cohn y Duprat haga con la clase obrera lo mismo que el protagonista hace con su vecino: simular afecto y destruirla.
El filme parece querer denunciar la miseria moral de los nuevos ricos pero revela su propia miseria moral, su propio prejuicio, su propia imposibilidad de reconocer al otro.
Es un detalle que puede resultar menor en una película de una perfección formal muy seductora, un prurito ético en una obra mucho más preocupada por la estética. Pero es un detalle importante si pensamos en los modos en los que pretendemos representarnos y en la pertinencia de recursos como el grotesco, la ironía e incluso el amor –porque, ¿quién no ama a Daniel Aráoz cuando se asoma por la ventana?– cuando la cámara mira desde arriba.
Ese registro de superioridad le permite al guión reírse sin piedad de sus personajes, detectar los clichés y los asuntos ridículos de los otros para hacer dos caricaturas bien opuestas, dos extremos que se tocan en un punto: la mano que los dibuja y que se ríe de ellos.