De corazón sin igual La película Locura que enamora mi ciudad es un drama que habla sobre el fervor por Talleres. El relato sobre la pasión por la camiseta albiazul es también una excusa para un gran retrato de identidad cordobesa. Locura que enamora mi ciudad enaltece una pasión alegre a partir de la certeza de una ruina: en pocos minutos pone en situación al espectador, con los testimonios de los grandes ídolos de la historia de Talleres y el contraste horrendo entre los años de gloria y ese momento infame que fue el descenso a una categoría amateur. De ese desastre deportivo parte Maxi Baldi para contar cinco historias de amor por una camiseta. Una camiseta que no deja de ser una excusa para un gran retrato de identidad cordobesa, a una distancia más que prudente de los lugares comunes de la cordobesidad y con planos de los suburbios marginales como un entorno desdramatizado. La pobreza en esta película no es un problema, es un escenario natural que no está puesto en crisis; es, de hecho, una potencia. El registro anti profesional de las actuaciones opera en favor de la verosimilitud de los relatos, y el ritmo del filme se torna vertiginoso y conmovedor. Estamos hablando de un tratado sobre la pasión que logra ser apasionante en sí mismo y tensar cuerdas muy emotivas en su público objetivo, o sea, en los hinchas de la T. La película causa muchas risas por diversos motivos: el idioma cordobés juega fuerte, los extremos a los que puede llegar un hincha para bancarle los trapos a su equipo, también. Pero lo que más se destaca es la capacidad de Baldi para contar la relación entre Pipa y Finchaco, el lugar terapéutico que ocupa Talleres en la vida de Marta, la obsesión patológica de Mariano y el discreto rol imprescindible que se autoasigna el Colo para que Talleres logre el ascenso. Las herramientas del documental le permiten a la película llegar a lugares de autenticidad que devienen, en la sala de cine, lugares de profundo reconocimiento. No hay reconstrucciones ni escenografías: la película ocurre en partidos reales (nueve encuentros del undecagonal que Talleres ganó en 2013 para ascender al Nacional B), en la hinchada, y en las casas de los protagonistas. El foco en los hinchas podría haberle impuesto a la película un tono muy al estilo de El Aguante (el histórico programa de TyC Sports que retrataba las hinchadas del fútbol argentino), sin embargo Baldi sale rápido de ese lugar previsible porque profundiza la comedia en una muy buena historia, la amistad casi erótica entre Finchaco y Pipa; y sugiere el drama en el retrato de Marta, una viuda con diagnóstico de ceguera inminente que cuando juega Talleres no sufre tanto las muertes de su esposo y su hijo y que está preocupada porque si el diagnóstico se confirma, no podrá seguir viendo a la T. En ese punto, la película también acierta porque no intenta explicar lo inexplicable: su apuesta parece ser la de mostrar eso que no se puede explicar del modo más auténtico posible, en la villa, en el Rastrojero, en el paravalanchas. Otro acierto que la aleja de tristes tradiciones del audiovisual futbolero es que la identidad "matadora" no está construida por oposición a otro equipo: no se hace ni una mención a ningún otro cuadro de la ciudad de Córdoba, ni siquiera en las canciones de hinchada que suenan a cada rato. Baldi apela más a la nostalgia y al sufrimiento como distintivos de "lo que es Talleres", pero siempre a partir de una premisa invencible: ser hincha de Talleres es una alegría. Esa contraposición es trágica, intensa, emocionante. Explotar ese contraste es acaso el mayor mérito de esta película, que no es tan infumable para hinchas de cualquier otro equipo como podría parecer, y que, ya que el chiste está servido, hace mucho más que salvarse del descenso: reivindica al fútbol como energía vital y es un elogio de la amistad, del entusiasmo, de la resistencia. Y de los penales para Talleres.
¿De qué lado estás? El día del juicio final logra desactivar al gusto como parámetro para calificarla, porque instala una pregunta demasiado importante: ¿se puede torturar? Un terrorista norteamericano convertido al islam pone tres bombas nucleares en tres ciudades diferentes de los Estados Unidos, amenaza con hacerlas estallar si no se cumplen sus demandas y se deja atrapar por la policía. Ahí comienza el trabajo del FBI y del ejército para averiguar la locación de las bombas. Samuel Jackson interpreta a un torturador sin límites y Carrie Ann Moss se encarga de la parte moral de la película, como agente del FBI que se opone a los métodos del ejército. El filme es explícito, el director Gregor Jordan no recurre a ningún eufemismo. Su tesis es que Estados Unidos “también” es eso: una bestia inhumana que es capaz de todo en nombre de la humanidad, una bestia convencida de que el fin justifica los medios. El asunto es lo que esa película provoca en el espectador: ¿es válido infringir ese sufrimiento en un hombre para evitar el sufrimiento de muchos hombres? Jordan logra construir el suspenso sobre ese debate ético. La acción avanza sobre la base de que mientras más cerca se está del mal absoluto, más permisiva se vuelve la moral de la nación. Hay amputaciones y otras acciones inimaginables, crueles, y hay un final anticipado por la desafortunada traducción del título original (Unthinkable, “impensable”): en el medio, el espectador recibe golpes de efecto y puras preguntas. El día del juicio final no se estrenó en cines en EE.UU. y pasó directo al DVD. Forma parte (menor, pero parte al fin) de ese cine norteamericano que empezó a hacerse preguntas (básicas, pero preguntas al fin) sobre la forma en la que construyó el liderazgo mundial que ese país ostenta desde hace más de medio siglo. Después de un atentado en el que mueren 53 civiles norteamericanos, el terrorista dice que no va a sentir pena por las víctimas, porque Estados Unidos mata esa cantidad de gente a diario en Medio Oriente... en otra parte de la película la agente Brody (Moss) intenta parar la tortura y dice “que exploten las bombas, nosotros somos humanos”. La toma final termina el triángulo de tensiones sobre el que la película esboza su propia ética. Para beneficio de su política narrativa, y como el desafío ya había quedado bien planteado del lado del espectador, esa ética ya tampoco importa.
El amor no alcanza Toda caricatura corre el riesgo del desprecio y hay veces que el amor no alcanza. O, para ser más precisos, hay veces que el amor no importa porque es esa manera de amor que surge más por compasión que por identificación, por fetiche y no por reconocimiento del otro. En El hombre de al lado hay una mirada despiadada sobre una clase que construye su confort sobre la base de esa tensión entre desprecio y fetiche, sobre la pocas veces delicada línea que separa aquello a lo que la clase margina de aquello a lo que esa misma clase incorpora como objeto de deseo. Una tensión que hace que la película de Cohn y Duprat haga con la clase obrera lo mismo que el protagonista hace con su vecino: simular afecto y destruirla. El filme parece querer denunciar la miseria moral de los nuevos ricos pero revela su propia miseria moral, su propio prejuicio, su propia imposibilidad de reconocer al otro. Es un detalle que puede resultar menor en una película de una perfección formal muy seductora, un prurito ético en una obra mucho más preocupada por la estética. Pero es un detalle importante si pensamos en los modos en los que pretendemos representarnos y en la pertinencia de recursos como el grotesco, la ironía e incluso el amor –porque, ¿quién no ama a Daniel Aráoz cuando se asoma por la ventana?– cuando la cámara mira desde arriba. Ese registro de superioridad le permite al guión reírse sin piedad de sus personajes, detectar los clichés y los asuntos ridículos de los otros para hacer dos caricaturas bien opuestas, dos extremos que se tocan en un punto: la mano que los dibuja y que se ríe de ellos.
Juego de magos ¿Cómo hacer diferente una historia demasiado parecida a muchas, muchísimas películas previas? En principio: asegurarse de que Alfred Molina haga de malo. Luego, orientar la antena de las palabras clave para el lado más nerdie de la ciencia, cuidar al máximo la apuesta por los efectos especiales y dejarle al encargado de los chistes una moderada libertad para decorar el guión. El resultado puede ser encantador e impactante, lo que parece ser el objetivo de Disney y Jerry Buckheimer en El aprendiz de brujo. Merlin tiene tres aprendices, Balthazar (Nicolas Cage), Veronica (Mónica Belluci) y Horvath (Alfred Molina), y una feroz enemiga, Morgana. Tras una traición de Horvath, la mala mata a Merlín y se apodera de un hechizo para resucitar a los magos muertos y destruir el mundo. Para detenerla, Verónica absorbe el alma de Morgana, cosa que Balthazar pueda encerrarlas a ambas en una muñeca rusa, una prisión que éste deberá custodiar hasta encontrar al “supremo merliniano”. 1400 años después empieza la película, en Nueva York, donde vive Dave (Jay Baruchel), amante de la física perdidamente enamorado de Becky (Teresa Palmer, hermosísima), quien será educado por Balthazar para salvar el mundo. Una vertiginosa introducción deja en claro que nos enfrentamos a una historia cuya naturaleza excluye cualquier exigencia de verosimilitud. Vamos a jugar a otra cosa, y en ese juego un tanto emotivo (por su homenaje al clásico animado Fantasía) y un tanto exagerado, la consigna principal es dejarse involucrar en una aventura extraordinaria. La película propone varias puertas para entrar: una épica de magos, una historia de amor del tipo “chico feo–chica sumamente linda”, otra historia de amor del club de los sacrificios, y un pequeño intento de enlazar la magia con la física, con guiños ñoños de sugestivo protagonismo. Como en casi todas las películas de iniciación, el aprendizaje excede al domino del don: Dave tiene que formarse simultáneamente en las alquimias de la magia y del amor. Un atinado humorismo desdramatiza esta situación, y el filme –más atrevido en acción y seducción que la saga de Harry Potter– opera la magia de encantar al público. No exige más que una complicidad de juego, y a cambio ofrece una historia tan atractiva como un amor de infancia.
Padre de familia El mérito mayor de las dos primeras películas de Shrek había sido la capacidad para transformar una historia de amor tradicional en una historia de humor rebelde, a partir de la parodia, la ironía y esa cosa sin nombre que está al otro lado de la ternura, sin dejar de ser ternura. En Shrek para siempre, el agotamiento de esas estrategias –que ya asomaba con fuerza de bostezo en Shrek el Tercero– da como resultado un cambio de apuesta: las fichas fuertes del director Mike Mitchell ya no están puestas en el casillero de la comedia, sino en el del despliegue visual. No nos está dado saber por ahora qué tan mal le está haciendo el 3d al cine: sí podemos saber lo que esa experiencia visual le hizo a Shrek: le quitó muchísima gracia y lo convirtió en un héroe de acción apenas simpaticón. Lo que antes era construcción minuciosa y delirante de un chiste, ahora es coreografía de batallas, de escenas que ¿justifican? el hecho sorprendente de que las cosas se salgan de la pantalla. Se redujeron, lamentablemente, los guiños a la cultura popular, pero el cuento de hadas no deja de ser una alegoría del presente: esa preocupación por las paradojas temporales y los universos paralelos que hicieron de Lost el mayor fenómeno audiovisual de la época aparece aquí como una especie de excusa retorcida para explotar la franquicia. También se pone en foco una idea del amor y de la redención que por estos días se repite una y otra vez en la particular cultura de disidencia norteamericana: si hay una salvación, si acaso podemos lograr una instancia de felicidad, la clave está en ayudar a los otros. Por ese lado, Shrek 4 vuelve a coquetear con cierta rebeldía. Y, como en las películas anteriores, Shrek se fortalece por sus encantadores personajes de reparto: Burro sigue siendo una máquina de chistes, y el Gato con Botas aparece entorpecido por una obesidad calamitosa. Pinocho tiene una sola aparición graciosa, y el Hombre de Jengibre se roba el universo paralelo convertido en un luchador romano en desiguales combates contra galletitas con forma de animales. Al villano le falta onda, a pesar de que es afecto a la música electrónica y a rodearse de brujas: Rumpelstiltskin aparece como un muchachito punk caprichoso, de oscuras ambiciones, pero vulnerable a lo que vendría a ser su mejor arma, la estafa. Todo indica que es la última parte de la saga, y en ese sentido el final es un refuerzo de los finales de las películas anteriores, un acento en la idea de que Shrek y Fiona viven felices por siempre, incluso si viene un loco a querer cambiar el pasado e inaugurar un oscuro universo paralelo. Y viven una felicidad doméstica, una de esas felicidades confortables que se supone son el resultado de una familia armoniosa. Al principio de la película Shrek parece disconforme con esa idea, quiere volver a ser un ogro pulenta, y lo que se le vendrá encima no será tanto el precio de los deseos como el peso terrible y aburrido de la moraleja.
Ojo que se arma Como si la cámara fuera una forma de vida, Natalia Smirnoff persigue de muy cerca a su protagonista por un viajecito encantador. María del Carmen (María Onetto) tiene una existencia común y tranquila, apenas desafiada por minucias, una felicidad calma. Se copa con los rompecabezas y su vida parece a punto de desarmarse, como si ese ejercicio un tanto obsesivo de armar figuras fuera una analogía inapelable. La cámara la sigue de cerca, muy pocas veces la saca de foco, y el resultado en el espectador es una empatía natural con la protagonista, una manera amable de asumir una identificación que en un momento, y junto a un constante anuncio de que algo terrible está por suceder, se volverá vertiginosa. Costumbrismo afectivo, la estrategia de Smirnoff para contar la vida de María del Carmen exige una afinidad con la capa de ironía que extiende esa mirada por encima de aquello sobre lo que se posa, y también cierta paciencia hasta que el relato llega al punto en el que finalmente todo se trata de una decisión. Firmadas esas reglas del juego, dejarse llevar por la película resulta al mismo tiempo sencillo y apasionante, gracias al impulso que proporciona la intriga acerca de las dimensiones que pude adquirir la ligerísima, casi imperceptible disidencia que le da forma al conflicto. Una insistencia en los primeros planos y una música demasiado obstinada en el suspenso a veces sobrecargan de significados las escenas, pero esa pequeña incomodidad pierde peso al lado de las actuaciones de Onetto y Gabriel Goity. Un humor elegante y popular, de choque de clases, una opción valiosa por los gestos cotidianos y un registro amoroso y compasivo de la situación terminan de darle forma estimulante a una película cuyas modestas pretensiones llegan algo más que a un buen puerto, al mejor puerto posible.