Buenos vecinos
Cohn y Duprat apuestan a un duelo actoral donde los distintos registros encajan funcionalmente y organizan el espacio de tal manera que hacen de la casa una protagonista importante.
Leonardo (Spregelburd) es un diseñador argentino de renombre, reconocido aquí y en el exterior. Tiene una esposa, profesora de yoga, creída y bastante insoportable, una hija adolescente con la que no puede establecer la mínima comunicación y una señora encargada del servicio doméstico en una casa muy especial, sita en La Plata, la única construida por Le Corbusier en América. Moderna pero quizá un poco desprotegida y expuesta para estos “tiempos de inseguridad”. Víctor (Aráoz) es su vecino, un hombre algo despreocupado por las formas, un tanto invasivo, rudo y burdo, que trabaja en la venta de autos pero no parece muy legalista en lo que hace. Dos mundos completamente diferentes se enfrentarán por la apertura de una ventana en la medianera de ambas casas y la necesidad de “un rayito de sol que a vos te sobra”.
Un pequeño acto que podría resolverse amigablemente, o al menos cuidando las formas regladas de convivencia, va generando complicados enredos, recurrencia a las mentiras y hasta la participación de abogados que entorpecen la resolución, alargan el tiempo de conflicto y permiten el desarrollo de una relación entre los protagonistas (encuentros, charlas por teléfono y personalmente) que de otra manera jamás se hubiera iniciado.
Leonardo es un snob, un pedante que ejerce poder sobre los que cree inferiores y subordinados, se avanza a una alumna (y hace el ridículo), echa a unos periodistas que le hacen una entrevista, se burla de los proyectos de sus alumnos y a sus amigos les cuenta la relación que mantiene con Víctor de una manera que lo deja bien parado pero que dista de ser real. Porque la realidad lo expone sin miramientos como un pusilánime. Todos los fundamentos que esgrime para negar la construcción de la ventana y resguardar su intimidad son avasallados por él mismo que hasta pone en práctica, con su mujer, cierto voyeurismo sexual y por la misma cotidianeidad del espacio exterior que siempre es registrado por la cámara como una asidua pasarela de espectadores que se asoman, piden acceder a la casa o le sacan fotografías. Mientras, del otro lado se construye un ser que vemos asomar como un violento en ciernes, capaz de explotar en cualquier momento y hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que se propuso. Si observamos bien, todo esto no es más que un reflejo de nuestro prejuicio, avalado por la mirada del diseñador que tampoco se gana ni se merece nuestra simpatía.
El hombre de al lado es una película donde el guión es primordial. En forma sencilla y con una narración clásica se entreteje una comedia con un humor negro y diferente y que presenta un estudio sociocultural de típicos caracteres de nuestro tiempo. Un filme que expone nuestras miserias, nuestro lado oscuro y nuestros fantasmas sin didactismos ni apologías superficiales. La tensión generada desde el comienzo explota de la manera menos esperada y el cierre sin palabras, con la simple omisión, dice más que muchas frases altisonantes.
Cohn y Duprat apuestan a un duelo actoral donde los distintos registros encajan funcionalmente y organizan el espacio de tal manera que hacen de la casa una protagonista importante, aprovechando con talento las líneas rectas, los blancos, las escaleras, los planos inclinados y los lugares abiertos. La consistente construcción de los personajes y su desarrollo lógico consiguen hacer creíbles las situaciones, aún cuando éstas se estiren en algunas ocasiones o parezcan repetir esquemas ya planteados.
Como en El artista, su anterior cinta, los directores vuelven a elegir la polémica vistiéndola con sofisticación e inteligencia.