Un hombre que ronda los cuarenta, de anteojos godardianos –de esos que se ven tanto entre estudiantes de cine de escuelas privadas y artistas plásticos cancheros-, que se viste de negro mayormente, sweater de hilo negro con camisa blanca, pantalón de vestir, formal pero pretendidamente descontracturado, que diseña sillas hipermodernas, que vive en una casa totalmente blanca diseñada por Le Corbusier y decorada con pinturas de artistas contemporáneos (Tulio de Sagastizábal es el único nombre que recuerdo de los créditos, valga como ejemplo), que escucha música moderna y trabaja con su laptop y habla por el celular fluidamente, en inglés y en alemán. Que tiene una mujer profesora de yoga, tilinga. Que tiene una hija adolescente cuya habitación está ostentosamente decorada por un cuadro warholiano en rosa fuerte del Che.
La vida de este hombre, Leonardo, que parece ir sobre rieles entre su trabajo como diseñador, alguna entrevista para la televisión y algún negocio con inversores extranjeros, se ve de pronto invadida una mañana por martillazos molestos que provienen de la casa de al lado. El vecino de al lado, el que da nombre a la película, es Víctor, y no hay otra manera de describirlo que con una palabra: es un grasa. El conflicto comienza cuando este grasa, dudosamente civilizado según los parámetros de Leonardo, empieza a abrir un boquete espantoso en la medianera que da a la casa de Leonardo para construir una ventana –“necesito un rayito de sol, un poco de la luz que vos no usás”, le dice como toda, sencillísima excusa. Leonardo explica que la obra es ilegal, que significa una invasión para la intimidad de su familia, que no da, pero el animal, parado desde un mundo en el que re da, no sólo hacer la ventana sino encima ponerle un marco de pino berreta, no entiende razones. Y ahí empieza un asedio, divertido para nosotros pero desesperante para Leonardo, que va abriendo de a poco toda la serie de conflictos personales y familiares que traman por lo bajo esa vida tan cool.
La nueva película de Cohn y Duprat se parece, en varios sentidos, a la anterior, porque pone el foco sobre el mundito reducido de los modernos: escritores, artistas, diseñadores. Pero si El artista, con lo graciosa que podía resultar, era olvidable por quedarse en una burla más o menos cómoda del ambiente del arte moderno más top –las inauguraciones en galerías de Palermo, los mitos pavos sobre la creación, la recepción de arte como pose-, El hombre de al lado levanta muchísimo la apuesta y es más osada, en la medida en que abre el foco y se tira de cabeza en la cuestión de la clase. Se trata de las diferencias, sociales, culturales, entre dos cosas que podrían condensarse con esas palabras, que nadie quiere decir ni teorizar pero todos usamos y que estructuran nuestra percepción, que son lo grasa y lo cool. Dos mundos antagónicos, representados acá por Leonardo y Víctor, que se meten en una verdadera guerra a propósito de una ventana. Verse o no verse, abrir una ventana o tapiar una pared para seguir ignorándose felizmente: esa es la cuestión.
Por eso, como representación microscópica del mundo divertido pero salvaje –en la mirada de Leonardo- en que vive el vecino, ese “animal”, como se lo nombra, hay un teatro hecho con una caja de cartón y decorado con fetas de fiambre, bananas medio podridas y galletitas apiladas con mayonesa, en el que Víctor monta una obra de títeres –dedos con botas texanas, ¿las mismas que llevaba la muñeca Barbie de la hija cool de la pareja cool, si no me acuerdo mal?- que divierte a la hija de Leonardo, y a nosotros también, pero que profana la ropita de la muñeca fashion embadurnándola con mayonesa. Sí sí, la grasa encuentra su figura más obvia en las botitas que resbalan sobre la mayonesa, en el piso de ese teatro de cartón. Esos fragmentos valen más como video que como parte de la narración, porque en tanto obra artística aberrante, profanan desde lo sensorial -vista y tacto, algo escandalizados, cuando metidos por la cámara adentro de esa caja, ¡de cartón!- la pureza de ese mundo blanco que para existir como tal necesita, al parecer, mantener cierta asepsia. Y lo importante, después de todo, es que acá Víctor es el único que se divierte, el único que coge, el único que baila en una fiesta en la que todos miran espantados.
El hombre de al lado, contada si se quiere desde adentro de ese mundo cool, por gente que podría considerarse cool (está Juan Cruz Bordeu como parodia de sí mismo, está Pángaro, etc.), y con planos que alguien que quisiera destrozar la película podría llamar cool, socava todo ese mundo desde adentro, y lo hace con la sugerencia progresiva de que hay mucha más humanidad en la grasada de Víctor que en la impasibilidad impostada de Leonardo. Por eso la resolución de la película es brutal, cuando abandona el tono de comedia que hizo reír a carcajadas a toda la sala para tirar tremendo golpe bajo. A la salida de la función se armó el debate en la vereda: unos decían que el final no daba, que ese golpe de efecto lo arruinaba todo. Otros argumentaban con pasión que no daba hacer una película cool para burlarse de lo cool. Que la película haya planteado esos problemas, para mí, que soy medio anticuada, es todo un logro. Y la potencia del planteo final, golpe bajo, sí, pero que incomoda hasta el mismísimo asco, está cifrada en una sola mirada, larga, silenciosa, de Leonardo impasible, como la contracara atroz de la vida cool, a ese vecino que por fin pudo sacarse de encima, de una manera que…bueno, vayan al cine y vean. Después me cuentan si El hombre de al lado no toma partido -sin demasiados matices, y eso sí puede ser discutible- por la bota embadurnada en mayonesa.