RZA se ríe pero lo hace amablemente, como si estuviera entre amigos; la suya es una risa cómplice que nunca acaba en burla, porque el cine de artes marciales que parodia su ópera prima es objeto de chistes tanto como de un homenaje sentido. Cuando El hombre de los puños de hierro se mete con el wuxia pian trata de recrearlo y expandirlo, como si el rapero devenido director hubiera tenido que aprendérselo de memoria antes de poder multiplicarlo varias veces por sí mismo. Una vez que el género y sus convenciones son comprendidos, la película puede dedicarse con tranquilidad a acometer la empresa que quizás sea la misma de todo el cine de espadachines oriental: liberar al cuerpo de las cadenas de la gravedad y tornarlo una materia gozosa siempre dispuesta a entregarse a la felicidad del baile (las complejas coreografías del wuxia no son otra cosa que un baile altamente calibrado que empieza en el suelo y se remonta hasta alturas impensadas). RZA agrega a esa fiesta de patadas, espadazos y figuras varias la ligereza necesaria para hacer comedia sin arruinar las intrigas de poder y muerte que entrelazan el destino de los personajes: así, la entrada en escena de Jack Knife, grosera y ruidosa, es uno de esos momentos en los que la película pone todos sus recursos al servicio del show más espectacular; en este caso, el número incluye a un gordo enorme siendo abierto en canal y a un sacadísimo Russell Crowe explicando que solo quiere descansar y que nadie lo moleste (el actor de los cachetes lo hace gritando a los cuatro vientos con una cámara giratoria, como si todavía siguiera cantando –es un decir– en Los miserables).
El “Quentin Tarantino presents” del comienzo funciona como una rúbrica de autoridad y nada más: RZA no aspira a la sofisticación cinéfila del director de Kill Bill sino solo a la realización de un divertimento personal, pequeño, que no oculta su inspiración tarantiniana (la película es fruto de un proyecto conjunto entre RZA y Eli Roth) pero tampoco quiere emularla. El hombre… carece de los tics más reconocibles de las películas de Tarantino como los diálogos que se prolongan sobre cualquier cosa o las referencias al aparato del cine; en cambio, RZA se conforma con replicar y exagerar los rudimentos del género de artes marciales dejando ver solo muy de vez en cuando algunos motivos netamente tarantinianos como el pasado esclavo del herrero (que conecta fuertemente con Django sin cadenas) o la línea narrativa que monopoliza Lucy Liu y sus prostitutas guerreras emancipadas (Liu era además la villana de la primera Kill Bill).
El resto del tiempo, El hombre… se sacude sin problemas de cualquier filiciación tarantinesca y funciona como artefacto autónomo al tiempo que viene a demostrar una tesis: lo que habitualmente se reconoce como marca autoral de Quentin Tarantino bien puede ser una expresión refinada de un estilo mucho más grande, quizás un estilo de época que excede cualquier personalismo (ahí está para probarlo el video de Abarajame de los Illya Kuryaki que contiene y anticipa prácticamente todo esto una década antes, incluso la mezcla del wuxia pian con hip-hop en clave de parodia). Entonces, hay que entrar a El hombre… despojado de tarantinismos y disfrutar de los combates imposibles en los que unos poderosos espadachines voladores se masacran de la manera más inverosímil y brutal pero también más encantadora. Si se es capaz de interactuar con ese mundo barroco y estilizado y con su increíble galería de personajes, entonces eso significa que el homenaje de RZA está a la altura de su objeto de devoción; la mayor parte de la producción china y hongkonesa del wuxia es igualmente increíble, exagerada y también desprolija. Por eso las críticas que le reprocharon la costura gruesa de la narración o su factura desalineada en general se equivocan: no comprenden que El hombre… no hace más que imitar a sus predecesoras de los 60 y 70 copiando incluso sus errores y tics más evidentes. Y es que quizás no haya reconocimiento más sincero que ese.