"El hombre del futuro": en busca del tiempo perdido
El debut cinematográfico del director chileno funciona como una fabula que aborda algunas taras de la masculinidad y traza un camino sensible para resolverlas.
Tal vez la mayor virtud de El hombre del futuro, debut cinematográfico del chileno Felipe Ríos, sea su voluntad de aferrarse a la ternura en el marco de una historia habitada por personajes ásperos, y ambientada en un escenario agreste y hostil, al menos en apariencia. Esa es la mejor forma de describir a Michelsen, un camionero huraño a punto de retirarse tras cuatro décadas de trabajo, en las que pasó más tiempo solo en la ruta que junto a su familia. La contraparte es su hija Elena, una joven que cerca de terminar la escuela secundaria ha elegido dedicarse a la dura vida del boxeo.
Michelsen es una figura ausente en la vida de Elena y sin embargo su sombra cae sobre ella. No es que El hombre del futuro sea una película psicoanalítica, para nada, y tal vez sea más apropiado leer el vínculo entre este padre y esta hija desde aquel dicho popular que afirma que lo que se hereda no se hurta, que a partir de una estructura edípica. La noche después de que le anuncian una jubilación forzada y antes de encarar su último viaje, el hombre decide volver al pueblo donde vive su familia. Pero una vez frente a la puerta de ese hogar, en el que es prácticamente un extraño, se arrepiente y se va. En ese mismo momento Elena vuelve de la escuela junto a unos compañeros, pero reconocer a la distancia el camión de su padre la conmociona y en lugar de ir a su encuentro, elige dar media vuelta y evitarlo. Ambas actitudes tienen más de miedo que de necedad o de rencor.
Padre e hija creen que dándose la espalda y huyendo hacia adelante se están dejando mutuamente atrás. Michelsen se sube a su camión para cumplir con su último viaje, mientras que Elena le pedirá a uno de sus colegas que la lleve hasta un pueblo en el que participará de una pelea de exhibición. Sin saberlo, ambos viajan hacia el Sur. Ríos construye a sus personajes con inteligencia, otorgándoles a los protagonistas un perfil seco, detrás del que se esconden la culpa y el dolor, pero también la rabia. De la misma forma se reserva para los personajes secundarios características más expansivas, cuyas influencias resultarán benéficas para el camionero y la boxeadora
Los paisajes misteriosos, casi sobrenaturales de la Patagonia chilena constituyen el territorio perfecto para el desarrollo de una historia como la que el director ha decidido contar en su ópera prima. Un espacio que con la desmesura de su belleza y su abundancia, de alguna manera complementa el carácter hosco de los dos protagonistas. Al principio incluso puede parecer que Michelsen y sus pocas palabras encuentran un espejo inmejorable en ese Sur lejano, frío y prácticamente deshabitado. Como si el camionero creyera que esa región que recorre de ida y de vuelta desde hace más de 40 años es su mejor confidente, una entidad incapaz de revelar los secretos que comparten en inviolable silencio.
Por eso el hombre se sorprende y maravilla cuando una joven que recoge en la ruta le revela la polifonía del bosque, del río y de la lluvia. En ese momento Michelsen no solo entiende que el silencio, incluso el más proverbial (como el suyo), es una máscara ideal para ocultar y proteger una riqueza desconocida, sino que ese universo ancestral, esas voces que brotan de la propia tierra, se parecen a él y lo representan mejor de lo que imaginaba. La escena supone una revelación, una verdadera epifanía, un instante de liberación para ese hombre que se ha acostumbrado a llevar a la rastra sus culpas y dolores sin permitirse una queja, de la misma forma en que su camión ha remolcado el lastre de un acoplado siempre cargado durante cuatro décadas.
El despertar simbólico trae consigo nuevas posibilidades que le permiten al protagonista descubrir que maneja su propia vida y que le está permitido apartarse de la huella en la que permaneció atrapado durante tanto tiempo. Michelsen entenderá, quizá por primera vez en su vida, que ser padre (ser hombre) es mucho más que proveer. Y con la complicidad de esos caminos que conoce mejor que a sí mismo, irá en busca de recuperar el tiempo perdido. Ríos aprovecha el molde de las road movies para ofrecer una fabula que aborda gentilmente algunas taras de la masculinidad y traza un camino sensible para demostrar que construir un modelo de hombre distinto es una tarea posible. Un hombre mejor para el futuro.