El hombre del norte

Crítica de Andrés Brandariz - A Sala Llena

YO QUIERO UN HÉROE

Las películas anteriores de Robert Eggers –La bruja (2015) y El faro (2019)- ya exhibían interés por la reconstrucción histórica y los relatos de leyenda. Era cuestión de tiempo para que las ambiciones del director desbordaran la moderada escala de la productora A24 para aventurarse en los inciertos mares de una superproducción. La oportunidad llegó de la mano de Universal: en El hombre del norte, una épica de acción y aventura, Eggers adapta la leyenda escandinava del príncipe Amleth -devenido Hamlet por la pluma shakespereana- en un guion coescrito con el poeta islandés Sjón (autor de Bailarina en la oscuridad y la más reciente Lamb). La resultante es una película inusual para estos tiempos de un cine masivo cada vez más achatado, en donde las marcas previamente establecidas y las -malas– imágenes generadas por computadora saturan la cartelera: un cine cada vez menos audaz, donde el cuerpo pierde terreno frente a un acabado plástico; la incorporeidad antiséptica de imágenes que ya nos generan demasiada desconfianza. En este panorama, El hombre del norte se construye como una contrapropuesta furibunda, sudorosa, desbordante; frente a la cadena de montaje, un carro llevado por valquirias.

La historia es una de venganza, reducida a sus elementos constitutivos básicos. Al mismo tiempo, pretende ofrecer una mirada posmoderna sobre la figura del héroe: una suerte de deconstrucción de un arquetipo masculino -brutal, infalible, certero proveedor de justicia-. La primera secuencia narra el regreso del rey Aurvandil (Ethan Hawke) a su hogar, después de una batalla. Lo esperan su reina, Gudrún (Nicole Kidman) y el príncipe heredero, el joven Amleth (Oscar Novak). También lo aguarda su hermano, el adusto Fjölnir (Claes Bang), quien pocos minutos después lo decapitará para quitarle el reino. Despojado de su investidura, el pequeño Amleth se trepa a un bote y escapa, envuelto en la niebla de los mares helados. El montaje adelanta el tiempo con un corte y nos reencuentra con Amleth, ya adulto (Alexander Skarsgård). Este Amleth, que fácilmente podría pasar por el cantante de una banda de heavy metal, rema junto a otros guerreros de su tribu sin dejar de repetir su mantra de la infancia: “Te vengaré, padre; te salvaré, madre; te mataré, Fjölnir”.

Por muy presente que la tenga, este Amleth adulto parece muy lejos de consumar su misión. Su vida consiste en ir de pueblo en pueblo, arrasar todo a su paso e incurrir en acciones tan crueles como las de aquel Fjölnir que, tiempo atrás, descabezó a su padre. En ese territorio hostil no parece haber mucho lugar para la hazaña virtuosa: todo es un festival de gritos, miedo y vísceras desparramadas. Una noche, algo cambia: deambulando en las inmediaciones de una cabaña donde su tribu incineró a un grupo de prisioneros -entre ellos, varios niños menso afortunados que el joven Amleth- el protagonista se encuentra con la bruja Seeress (obviamente, Björk). La bruja le recuerda que su destino está escrito y le devuelve un elemento de su infancia: la última lágrima que derramó. Es el reencuentro con esa gota -metonimia de aquel niño que podía permitirse sentimientos, en un mundo de crueldad extrema- el que moviliza al hombre máquina a retomar su cruzada de venganza.

A lo largo de la travesía, Amleth encontrará una aliada invaluable: Olga (Anya Taylor-Joy), hechicera y esclava cuya aparición es una nueva invitación a conectarse con las emociones. En este caso una muy primaria, motor fundamental de los conflictos propios de la épica: el amor, por supuesto. Amor que Robert Eggers filma desde lejos, en planos fijos, intimidad gélida entre dos cuerpos que parecieran no tener más remedio que encontrarse. Este desdén a involucrarse en los aspectos pasionales del relato podría extrapolarse a toda la película: si las brutales escenas de acción están orquestadas con destreza notable, es el relato de las emociones que las movilizan el que nos deja gusto a poco. Como si la película necesitara su propia bruja-Björk, trayendo la lágrima como estandarte.

Si la estructura sigue férreamente los pasos del camino del héroe -matriz narrativa que Joseph Campbell ya ubicaba en El héroe de las mil caras y Joseph Vogler sintetizaría en El viaje del escritor-, el guion le propina al príncipe Amleth dos duros reveses que ponen en entredicho su estatus de héroe, la nobleza de sus acciones y el sentido mismo de su odisea. Uno se ubica justo antes de que el protagonista de lance a la aventura: uno de sus compañeros guerreros le cuenta que Fjölnir ha perdido el trono a manos de otra tribu y vive retirado en una granja de Islandia, con la ex-reina Gudrún y un hijo de ambos. El reino a recuperar ya no es un reino, apenas una cabaña de madera con algunas ovejas; concrete Amleth o no su venganza su destino no será la gloria, apenas una rencilla doméstica. Si el gesto pretende cuestionar la carnicería que está por desatarse, también le baja la vara a la aventura: si el primer acto nos promete una venganza por todo lo alto, los dos tercios siguientes nos proponen algo mucho más mundano, casi el capricho de un adolescente despechado.

El siguiente revés aparece en el tercer acto, cuando Amleth se enfrenta con su madre y descubre que, antes de asumir que necesitaba ser rescatada, debería haberle preguntado: no sólo la ex reina Gudrún está muy a gusto en compañía de Fjölnir, sino que odiaba a su padre y fue la mente detrás de su asesinato. Amleth, que se pensaba a sí mismo como un salvador, que ha abandonado a Olga, el amor de su vida y a su hijo en camino, se enfrenta con el golpe más duro de todos: el de una venganza inútil, el de una vida vaciada de sentido. Ciego de ira, masacra a su madre y a su medio hermano: si existía un camino de amor, lo destruye. Sólo le queda aferrarse a la ilusión de un destino de gloria. ¿Destino, o necedad? El guion no ofrece una respuesta inequívoca, pero nos permite dudar.

La batalla final con Fjölnir, un durísimo combate cuerpo a cuerpo al pie de un volcán, tiene todos los elementos para un clímax apasionante pero está envuelto en una humareda de cinismo. La sensación es similar a la que tuve viendo El último duelo, la pésima película de Ridley Scott que salió el año pasado: un combate en el cual es imposible alentar por nadie excepto por la pronta conclusión de la película que permita dar por cerrado el asunto para ir a comer algo para terminar el día con un mejor sabor de boca.

Pese a todo, corresponde mencionar que El hombre del norte no está exenta de virtudes que confluyen en una muy grande: el rescate de un cine de gran presupuesto donde el protagonista es el cuerpo en movimiento. Una dimensión física, material, que constituye a El hombre del norte como el opuesto de las películas de Marvel e incluso de los 300 de Zack Snyder. Si el acabado digital nos arreabata el sudor, la roña, la hostilidad del paisaje natural, aquí persiste la ilusión de que aquellos vikingos embadurnados en sangre están, inequívocamente, existiendo. Si en las películas anteriores de Robert Egegrs no había nada que maridara su sensibilidad con un cine de entretenimiento, aquí se esfuerza por lograrlo: abandona los encuadres contemplativos y acomete con una cámara en constante movimiento; el trabajo de montaje luce ajustado, fibroso como el -increíble- cuerpo de Alexander Skarsgård.

El acabado tan ajustado tiene sus virtudes y también perjudica otros aspectos de la película: principalmente, el que sufre es el tempo más melindroso de las películas anteriores de Eggers, especialmente en las secuencias en las que el director procura generar una atmósfera alucinada. Estas disonancias entre un relato al cual se le está insuflando todo el tiempo la necesidad de ir hacia adelante, entre la ajenidad a la emocionalidad de un cine masivo y la necesidad de convocarlas, atraviesan a El hombre del norte y la convierten en una propuesta despareja, incluso insatisfactoria. Conforme más realizadores con una búsqueda autoral se han animado a dirigir películas para grandes estudios -con las concesiones que eso implica-, establecer una oposición binaria entre integridad artística vs. espíritu comercial se ha vuelto un lugar común. En El hombre del norte, lo que vemos resulta menos esquemático y bastante más estimulante: no tanto un autor batallando por filtrar sus intereses en una superproducción, sino un realizador intentando plasmar sus obsesiones en un lienzo mucho más grande. No puedo decir que lo haya logrado por completo. Sí puedo decir que en El hombre del norte hay algo que pareciera confinado a una escala de producción mucho menor: un director intentando. Intentando con convicción, una hazaña mucho más heroica que la que cuenta en su película.