LA PASIÓN ANTES QUE EL DISTANCIAMIENTO
En el cine de Robert Eggers parece estar siempre sobrevolando lo onírico y lo místico, lo ritual y lo sobrenatural, como factores desestabilizantes, pero también definitorios para la identidad de los protagonistas. Sin embargo, en El hombre del norte, el realizador de La bruja (película de la que ahora reniega) y El faro se aleja de lo horroroso -al menos de forma directa- para adentrarse en lo épico. Y los resultados, por suerte, esquivan el distanciamiento para abrazar lo pasional.
Basada en una leyenda medieval escandinava (que a su vez inspiró a William Shakespeare para la escritura de su Hamlet), El hombre del norte sigue la historia de Amleth (Alexander Skarsgård), un príncipe vikingo que, siendo todavía un niño, debe huir de su reino cuando su tío Fjölnir (Claes Bang) asesina a su padre, el rey Horvendill (Ethan Hawke). Durante su escape, jura venganza y rescatar a su madre, la reina Gudrun (Nicole Kidman), pero la chance de hacerlo se le presentará muchos años después, de la mano de una serie de visiones que le indican no solo el momento, sino también la forma de tomarse revancha. Sin embargo, ese camino no será precisamente lineal, ya que muchas de sus creencias y preconcepciones serán puestas en crisis, para bien y para mal, en particular en sus vínculos con dos figuras femeninas: su progenitora y una joven esclava, Olga (Anya Taylor-Joy), que terminará siendo su aliada e interés romántico.
La primera mitad de El hombre del norte exhibe una serie de tensiones que están dadas esencialmente por la configuración de un mundo propio por parte de Eggers, que aborda un relato con una estructura fácilmente reconocible, pero que despliega una multiplicidad de personajes enmarcados en una cultura plagada de rituales y creencias distintivos. Hay unos cuantos pasajes donde parece prevalecer más una mirada antropológica que narrativa, como si a Eggers le importara más introducir al espectador a una cultura que a un mito particular, a un lenguaje caracterizado por un sistema de relaciones y no tanto a un conflicto personal donde intervienen mandatos sociales, familiares y afectivos. Pero a medida que Amleth se consolida como personaje, no solo desde la enunciación explícita a través de unos diálogos donde pesa el apego a la poética del material original, sino también desde la fisicidad brutal de sus decisiones y acciones, el realizador consigue ensamblar ambas vertientes. Es decir, unir el retrato de un espacio-tiempo crudo y hostil, con el camino del héroe, que no deja de ser también una tragedia donde cada decisión se va ensamblando con la posterior con una lógica implacable.
Si la primera hora no puede evitar cierto cálculo y frialdad por más que la puesta en escena evidencia una bienvenida desmesura -prueba de eso es un notable plano secuencia durante un sangriento asalto a un pueblo- y las intrigas afectivas que se suceden después quedan al borde del artificio, los momentos finales abandonan, saludablemente, toda sutileza y contención. Eggers se deja llevar por la poesía de los relatos épicos, se adentra en la interacción entre lo romántico y lo trágico, no teme zambullirse en el horror que implican algunas decisiones terribles y hasta se permite incorporar una estética ligada a narraciones como las de Conan, el bárbaro. De hecho, los últimos minutos son un combo de sangre, fuego, tripas e imágenes entre pictóricas y oníricas tan disparatado como conmovedor. Película totalmente a contramano del cine que se viene realizando en los últimos años, El hombre del norte hace de la megalomanía una virtud y muestra que la épica directa y sin vueltas todavía es posible, aún en estos tiempos cínicos.