La angustia de la influencia
Los comentarios positivos que en términos generales se produjeron desde la aparición de El hombre duplicado no escatimaron en resaltar las supuestas influencias: que Poe, que Hitchcock, que Kubrick, que Cronenberg, que De Palma, que Bergman, que Lynch, y así hasta el infinito y más allá. Es decir, cuando no hay carozo, no existe el corazón, acudamos a la idea de la cáscara, resaltemos las mil quinientas fuentes literarias y cinematográficas que remiten al tema del doble, veamos lo que hay en la superficie. La operatoria tiene cierta lógica ya que el film del director canadiense no ofrece nada más que un seductor gancho narrativo de dos minutos que no conduce a nada (o sí, a un patético y berreta intercambio de parejas ilustrado, bañado de solemnidad). Un oscuro profesor universitario inmerso en una rutina (subrayada) descubre a su doble, un extra en una película. A partir de ese momento, lo busca y la trama se concentra en obsesiones mutuas. El final del camino es digno de la pose más cool y tonta del año (a no desesperar, el guionista ya nos había anticipado con un grado de obviedad irritante ese final).
El comienzo es una frase (“El caos es orden aún por descifrar”) y una sucesión de imágenes que se resisten a ser encerradas en un marco de coherencia. Alguna vez habrá que empezar a desconfiar de los epígrafes en el cine. Lo cierto es lo que debió ser un corto de cinco minutos deviene en un estiramiento a base de climas, de simuladas atmósferas psicológicas, que le quitan ritmo interno a la película. El melancólico rostro de Jake Gyllenhaal no ayuda tampoco para enfatizar las diferencias dentro de esta duplicidad y el rol de las mujeres es similar a cartones pintados a mano. No hay matices entre los personajes ni una historia digna que narrar. El resultado: puro estilo. Es decir, nada. Psicología barata y zapatos de goma.