Una película rellena de nada
En la edición 2013 del Festival de Toronto, en septiembre pasado, el realizador canadiense Denis Villeneuve no presentó una, sino dos películas. Una de ellas se llamaba Prisoners y se estrenó aquí a fines del año pasado, con el título La sospecha. La otra es ésta, Enemy en el original. En ambas actúa Jake Gyllenhaal. Por duplicado, incluso. En la edición de Página/12 del 28 de noviembre de 2013, Luciano Monteagudo calificó al thriller existencial La sospecha de pretensioso, infatuado y sobrecargado de sentido. Basada en la novela El doble, de José Saramago, El hombre duplicado empieza con la siguiente frase: “El caos es orden aún por descifrar”. El espectador que ante semejante frase no sienta que está frente a una obra “importante” será porque estaba distraído. Parece claro que Villeneuve (cuya previa Incendios amuchaba sin problemas masacres palestinas con revelaciones familiares de culebrón venezolano) es un realizador coherente.
El caos al que se enfrenta el profesor de historia Adam Bell (Gyllenhaal) consiste en conocer a un hombre que es su doble exacto. Y a eso se reduce El hombre duplicado, que parece apostar todas sus fichas al aire de importancia y a lo que podría llamarse “estado de inminencia metafísica”, que el tema del doble implica de por sí, con sus posibles derivaciones sobre la identidad, la singularidad, la labilidad del yo. Derivaciones que el guión del español Javier Gullón se ocupa esmeradamente de no desarrollar, aunque a Saramago le haya llevado una considerable cantidad de páginas hacerlo. En La sospecha, cada personaje estaba claramente definido, en su presencia, psicología y actitudes, no fuera cosa que al espectador se le ocurriera querer hacerlo él. Aquí sucede lo mismo, pero con un solo personaje: ya en la primera escena, mientras da clase a sus alumnos (sobre el tema del control que las dictaduras ejercen sobre el individuo, obviamente), a Adam Bell se lo ve abrumado, con el aspecto descuidado, barba crecida, maletín, andar pesado y expresión desconcertada que paseará en el resto de la película.
El pretendido “quiebre” (que no es tal) tiene lugar cuando, mirando en su casa una película cualunque, al fondo del cuadro Adam descubre a un actor que es igual a él, pero sin barba. A partir de allí, lo previsible: la obsesión, la investigación por Internet, la constatación de que el actor y él son dos gotas de agua, la verificación de que no se trata de gemelos separados al nacer, el conocimiento mutuo, la angustia de ambos al enterarse de que no son el único “yo” que anda por ahí en el mundo... y nada más. De modo asombroso, El hombre duplicado no avanza más allá del planteo, la exposición, aquello que debería ser el punto de partida y no una playa de estacionamiento dramático. Para peor y como se anticipó, el único personaje (sobre)definido como tal es el de Adam, que encima tiene nombre de primer hombre sobre la Tierra. El resto (su chica, interpretada por Mélanie Laurent, la francesita de Bastardos sin gloria; la chica del otro y el otro mismo) carecen hasta del mero rol de funciones dramáticas. No son nada, son puro relleno. ¿Relleno de qué? De nada. Hasta que de pronto, en el último plano de la película, Villeneuve decide convertirse, sin previo aviso, en el doble de su compatriota David Cronenberg, en tiempos de La mosca.