Tal vez no figure entre los sueños prioritarios de la humanidad mutar en algo tan minúsculo como una hormiga, un tipo de insecto que, además, no es precisamente simpático. Sin embargo, en esa maquinaria humeante que era el cerebro de Stan Lee a principios de la década 1960 no había lugar para esta clase de fobias.
Con la fórmula universal del científico loco –ese heredero de los alquimistas medievales pasado por el filtro positivista del siglo 19 y potenciado por los avances tecnológicos del siglo 20–, el genio de Marvel inventó al doctor Henry Pym: un bioquímico que descubre el modo de acortar la distancia entre las partículas subatómicas y así reducir el tamaño de los objetos y las personas.
Pero esta versión cinematográfica no retrocede a la edad de plata del cómic sino que se enfoca en la serie del Hombre-Hormiga iniciada en 1972, cuando el ladrón e ingeniero Scott Lang se convierte en el superhéroe y reemplaza a Pym, ya elevado a personaje mayor del mundo Marvel.
El actor elegido para encarnar a Lang es Paul Rudd, un especialista en comedias románticas, quien además firma una cuarta parte del guion. Rudd es sin dudas un efecto colateral de Robert Downey Jr, quien en la piel del millonario Tony Stark de Iron Man impuso una nueva escala de valores para interpretar a esta clase de personajes.
Rudd tiene todo para ser el perfecto antihéroe y por eso mismo puede ser un héroe en un mundo desmasculinizado, creado a imagen y semejanza de la hipercorrección política que hoy impera en el cine de Hollywood. Es lindo, frágil, gracioso y muy tierno en las escenas en las que hace de papá, y como no hay forma de que tenga cara de duro, cuando llega la hora de la acción siempre puede recurrir al casco del hombre hormiga. Una virtud adicional: tiene la misma estatura que Michael Douglas, quien interpreta a Pym.
Como en la apenas correcta pero exitosa Guardianes de la Galaxia, aquí también el humor, los efectos especiales y el psicoanálisis de Wikipedia (alguien ya debe de haber escrito un ensayo sobre la tóxica influencia de Freud en estos productos) se fusionan en una sustancia de dudosa calidad nutricional, pero bastante dulce y adictiva pese a todo.
El hombre hormiga es una comedia de aventuras cuya única ambición de profundidad está reservada al rubro motivación. ¿Qué motiva a Lang y a Pym? Los cuatro guionistas parecen haber levantado la mano al mismo tiempo para responder: ¡La paternidad! Y esa respuesta obvia reduce el papel de Douglas al de una marioneta obsesiva y melancólica.
Por suerte, lo que la falta de tensión dramática y de imaginación visual (las escenas en el mundo subatómico del final parecen extraídas de un caleidoscopio comprado en el Paseo de las Artes) es compensado por el buen humor liviano y permanente que guía todas las peripecias.