La omnipresencia del miedo
En 2018, cuando Leigh Whannell se juntó con los ejecutivos de Universal no tenía idea del motivo de la reunión; recién había terminado Upgrade (2018) y pensaba que iban a hablar de eso. Pero no. Universal le propuso que se haga cargo de El Hombre Invisible (The Invisible Man, 2020), una nueva versión de la novela de H.G. Wells que iba en sintonía con la idea de reflotar a los monstruos clásicos del estudio. Un año antes había salido una remake de La Momia (The Mummy) a la que le había ido mal en la taquilla y que había bajado el entusiasmo de los productores y los distribuidores pero sin poner en pausa el proyecto; tal vez por ese motivo el encargo a Whannell fue con un poco más de libertad y por fuera de la idea de un nuevo universo de monstruos que inicialmente se había pensado con un nivel de explotación similar al del boom de los superhéroes. Con esa libertad, y a diferencia de la versión de James Whale de 1933, Whannell decidió contar la historia desde el punto de vista de la víctima y no del villano.
El plano inicial es tal vez el mejor de la película y a la vez una promesa incumplida: las olas rompen contra las rocas como en El Pozo y el Péndulo (Pit and the Pendulum, 1961) de Roger Corman, y vemos que asoma una mansión moderna en contrapicado que bien podría ser una actualización de un castillo. Pero esas formas deudoras del gótico y del expresionismo duran un plano, la estética en general no tiene que ver con ese inicio ni con la película del 33 sino más bien con la idea de actualizar en clave feminista y con el bajo presupuesto del modelo Blumhouse la Hollow Man (2000) de Paul Verhoeven, esa gran película de principios de siglo odiada incluso por su director y hecha en un momento en que Hollywood aún no veía nada de malo en bancar a sus mil Harvey Weinstein. Hoy, con el mercado -como siempre- fagocitando los discursos en boga, que el punto de vista elegido haya sido el femenino parece más una movida cantada de una industria generalmente hipócrita y oportunista que una idea del director. De todos modos, lo discursivo no sólo no fue idea de los ejecutivos sino que nunca está por encima o separado de lo narrativo.
Más allá de lo temático, no hay búsqueda de realismo, el personaje de Adrian (Oliver Jackson-Cohen), la pareja violenta de Cecilia (Elisabeth Moss) y el hombre invisible del título que perseguirá y acosará a su pareja durante toda la película, no está desarrollado, como tampoco está desarrollada su relación porque no es relevante para la historia fantástica; Adrian es el representante de la maldad en un sentido mítico, y en tal sentido y más allá de que a los intentos hitchcockianos de falso culpable presentes le falten los intentos hitchcockianos de generación de suspenso, hay un mínimo triunfo de las formas. Vaciada de los aspectos fantásticos, El Hombre Invisible es la omnipresencia del miedo, que en este caso lo siente Cecilia (como representación de las mujeres víctimas de un tipo violento) pero que podemos sentir todos; porque el hombre invisible de Whannell es el poder, representado acá por un empresario psicópata y millonario que no vive escondido en un laboratorio sino en una mansión vidriada que es también símbolo de su impunidad tal como su invisibilidad es símbolo de la ubicuidad de su capacidad de daño. Que la falsa culpable de la maldad del hombre invisible sea Cecilia y que además la acusen de loca, es otro gesto interesante que va unido al punto de vista y que no queda en analogía berreta porque tiene su correlato constante en la trama. El Hombre Invisible es una película chiquita que no pretende utilizar al género de cáscara para imponer agenda, sino hablar a través de él, tradición de la que no todos los directores consiguen participar y gesto que se festeja independientemente de los gustos personales.