Después del fracaso de La momia (2017), Universal replanteó su plan de relanzamiento del Dark Universe, como denominó al mundo cinematográfico donde iban a convivir sus monstruos clásicos: la momia, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Frankenstein y su novia. Y también el hombre invisible, que originalmente iba a ser interpretado por Johnny Depp. Pero todo cambió, empezando por el tono y el foco de la historia.
Lo que se suponía –a juzgar por el antecedente de La momia y el actor elegido- sería una comedia de acción, se convirtió en una de terror a partir de las contrataciones del director y guionista Leigh Whannell (guionista de las sagas El juego del miedo y El conjuro) y el productor Jason Blum (¡Huye!, Nosotros). En el cambio de rumbo, el hombre invisible pasó a un segundo plano y el protagonismo recayó en su esposa, Cecilia (una lucida Elisabeth Moss, digna heredera de Jodie Foster en uno de esos papeles de mujer a la vez dura y desbordada).
Nada queda aquí de la novela original de H. G. Wells, de 1897. En una época en la que hay que hablar hasta la saturación de machismo y violencia de género, un psicópata controlador invisible ofrecía una gran oportunidad para mostrar los alcances del maltrato psicológico.
La película arranca por el final feliz de estas historias: la mujer logra escapar de las garras de su marido violento. A medias, en realidad, porque en su mente el hombre sigue aterrorizándola, aun cuando se entera de que su victimario se suicidó.
Todo funciona a la perfección mientras se desarrolla en el terreno del terror psicológico y se mantiene la duda sobre la cordura de la protagonista. Pero en este género, más que en otros, suele cumplirse el axioma de que insinuar es mejor que mostrar: la película decae cuando aparecen las explicaciones, que casi nunca están a la altura del enigma creado.