Llamar a El hombre invisible (2020) “una nueva adaptación” del libro de H.G. Wells puede resultar tan cuestionable como compararla con la obra maestra homónima de James Whale. Esto ocurre ya que, desprovista de las ataduras que cualquier intento de fidelidad a su material de base podría imponerle, la película de Leigh Whannell se desprende de aquel para, en cambio, ofrecer una novedosa y original perspectiva en torno a la figura del hombre que no puede ser visto.
Según sus créditos, El hombre invisible está efectivamente basada en la novela de Wells; sin embargo, teniendo en cuenta la distancia que toma de ella y la audacia con la que decide apropiarse de tan sólo algunos de sus elementos, su operación transpositiva se asemeja más a la de una película “inspirada en” —como El hombre sin sombra (2000)— que a la de una adaptación más lineal y cercana al texto original. De hecho, esta nueva versión del hombre invisible también se inscribe en el cine de terror; aunque, a diferencia de la película de Verhoeven, se desarrolla exclusivamente desde el punto de vista de su protagonista, encarnada por una inmejorable Elisabeth Moss. Es cierto, El hombre sin sombra apelaba al punto de vista de Elizabeth Shue, pero lo hacía en constante pivot con aquel de Kevin Bacon, su villano, lo que la posicionaba —sorpresivamente— en las inmediaciones del slasher. Por el contrario, Whannell opta por un registro más bien ligado al thriller psicológico, y es desde allí que la película emprende su reflexión acerca de la masculinidad tóxica, la invisibilización de la mujer y la violencia doméstica; temáticas que —afortunadamente— no aborda de forma tan frontal como, digamos, el cine de Jordan Peele, sino confiando en el género y los subtextos que éste puede ocultar bajo sus jump scares, gore e inquietante atmósfera.
De cualquier modo, cabe aclarar que nada de esto aplica para el final del film, el cual —curiosamente, y sin ánimos de adelantar mucho— prescinde de cualquier tipo de sutileza al momento de retratar el empoderamiento último de la protagonista. Incluyo esta aclaración no gratuitamente, sino porque la creo un fiel reflejo de uno de los principales problemas de El hombre invisible, que tiene que ver —precisamente— con sus modos, por momentos sutiles e ingeniosos, pero también descuidados y obvios. Esta ambivalencia puede apreciarse, por ejemplo, en la puesta de cámara: mientras que en algunas escenas Whannell genera tensión dramática de forma económica, con apenas un reencuadre o un cambio de foco, en otras lo hace directamente a los gritos, pidiéndonos que miremos ese espacio vacío de la habitación que nos está señalando y que podría, en verdad, estar “lleno”. Algo similar ocurre con la larga serie de indicios que la protagonista debe reunir para confirmar sus sospechas: muchos presentan una lograda ambigüedad que permite poner en duda su cordura y alimentar su paranoia, pero también hay otros tantos que son sumamente evidentes y que, pese a ello, fallan en suscitar algún tipo de reacción en el personaje. En consecuencia, éste permanece en su estado de pasividad, la trama no progresa y lo que se manifiesta es la imperiosa necesidad de que la epifanía ocurra pronto. Lejos de ser buscada, esa ansiedad no es más que una demanda del espectador (y del relato), un deseo ineludible por una mayor celeridad.
No obstante, y en defensa de la película, una vez que ésta logra superar los obstáculos de su guión y entrar en ritmo, Whannell saca adelante la historia a fuerza de inesperados giros argumentales y de un puñado de potentes golpes de efecto en los que la violencia aparece de forma explícita y repentina, y en los que el diseño sonoro prueba jugar un papel fundamental. Aún así, uno no puede evitar pensar a El hombre invisible en relación a Upgrade, la anterior película del director, en la que, por algún motivo, sus habilidades como narrador parecían más fácilmente perceptibles; probablemente, porque se trataba de un proyecto mucho más libre, enérgico y autónomo, preocupado por sus formas y no tanto por su agenda ideológica, y que, además, supo reconocer los puntos débiles de su premisa y sobrellevarlos dotándose de autoconciencia. Contrariamente, la última producción de Blumhouse carece de ella y un poco se la extraña: el verosímil del relato está satisfactoriamente establecido, eso nadie lo discute, pero Whannell parece verse obligado a reafirmarlo constantemente mediante una sostenida solemnidad y una abrumadora música extradiegética cuya única razón de ser, creo yo, es la de operar como contrapunto dramático de la acción y así evitar que, por ejemplo, cuando vemos a los personajes volando de un lado a otro de la casa, no recordemos a Martín Karadagián y las muecas que hacía al pelear contra el Hombre Invisible. La presencia de algunas risas aisladas en la sala durante tales escenas invita a pensar que aquellas decisiones posiblemente hayan funcionado, aunque no del todo. Lo mismo podría decirse acerca de la totalidad de El hombre invisible de Whannell: una destacable nueva versión, aunque definitivamente no un upgrade.