Solidez narrativa y ética discutible
Si bien se mueve entre los tópicos del cine de géneros y la denuncia del machismo, este hombre invisible deja un sabor raro cuando todo vuelve a la luz.
Alguna vez el escritor británico Alan Moore señaló a Griffin, el “hombre invisible” de H. G. Wells, como el personaje más desagradable de toda la literatura. Así lo plasmó en su serie de cómics La Liga de los Caballeros Extraordinarios. Ególatra y misógino, el Griffin de Moore viola reiteradamente a las señoritas de un colegio, ante la creencia impávida de las monjas, convencidas de que los embarazos son consecuencia de algún espíritu santo. En lo que al cine respecta, éste puso una rápida piedra basal, ejemplar, con la versión de la Universal y James Whale, de 1933. La estela arrojó secuelas y variaciones, junto a dos títulos notables, de dos maestros: Memorias de un hombre invisible de John Carpenter, y Paul Verhoeven con El hombre sin sombra (Hollow Man).
La actual versión de Leigh Whannell, El hombre invisible, agrega un eslabón más y no menor. Hay sustos a la vieja usanza y desconfía de los efectismos y efectos visuales (que los tiene). Crea climas y fuerza el verosímil. Mejor aún, deja a Griffin en un segundo plano, por fuera de cuadro, y elige el punto de vista de la víctima. Con ella hay que escapar. Con Cecilia. Y encontrar la manera de hacer visible lo que sus palabras no pueden explicar. De este modo, la puesta en escena se asegura el desafío. Porque Griffin está de vuelta, con mismo nombre, así como en la novela de Wells.
De modo astuto, el film de Whannell deposita el protagónico en la gran Elisabeth Moss, quien lleva adelante su personaje desde un primer momento ya desesperado. Cecilia despierta en medio de la noche y lo primero que hace es quitarse de encima y con cuidado el brazo de su pareja. Acto seguido y sin ruidos, sigue el camino trazado, para escapar de la guarida alejada en donde vive prisionera. Lo hace a la manera de una prófuga cuando salta el tapial y la sirena ulula; mientras, un coche la espera, así como en las huidas perpetradas en tantos films carcelarios.
Precisamente, una de las virtudes de El hombre invisible radica en jugar con los tópicos cultivados por el cine de géneros. Los asume, reitera clichés y funcionan. Así, le basta establecer una elipsis –de intertítulo, bien clásica– para resituar a Cecilia en la casa de un amigo (policía y novio de su hermana), y entender que vive otra vez encerrada pero por sus miedos, aterrada como está de ser encontrada por su marido. La promesa misma de la película, la del hombre invisible, resuelve lo que el público espera y lo anuda desde una problemática en la que Cecilia es síntesis: mujer golpeada y abusada, verá menguar el apoyo y la creencia de quienes le rodean.
De modo previsible, la película profundizará en su tesitura a través de las apariciones fantasma de este acosador, en cuya invisibilidad nadie cree más que ella. La ambigüedad entre invisibilidad y espectro –que tiene su razón también– hace que la película de Whannell juegue con el registro del terror, a la manera de una casa encantada, habitada por una presencia malvada. La locura de la mujer aparece como posibilidad. Y es por esto que no faltará la situación que permita a El hombre invisible recurrir a ese tipo de films también, con psiquiátricos como escenario. En este sentido, si se tiene en cuenta la morada donde Griffin vive y de la cual Cecilia escapa, nada cuesta pensarla como émulo del castillo alejado de tanto científico loco, aquí de raigambre visual cercana a la que habitara Boris Karloff en El gato negro (1934), la obra maestra de Edgar Ulmer.
Todo un logro, hay que decirlo. Tiene su explicación entre películas que pueden gustar más o menos, pero que hacen de Leigh Whannell un realizador atento con el género que cultiva: es uno de los guionistas de El juego del miedo e Insidious, junto a James Wan en dirección; éste es su tercer largometraje como director. Y es un disfrute, porque lo que emerge –como se apuntó al inicio– es la atención en el relato y la creación de climas, conjugados con el terror de una mujer ante el marido que la amenaza.
En otro orden, el ardid paracientífico de la invisibilidad es utilizado de manera congruente con los nuevos tiempos tecnológicos. Este Griffin es un científico que sabe todo lo que hay que saber sobre óptica y mucho más. Su morada solitaria asevera experimentos secretos. Para lograrlos, se vale de la herramienta visual por todos utilizada, presente en tantas cámaras como teléfonos o sistemas de vigilancia se quieran. No casualmente, Cecilia tapará en un momento la cámara de su notebook. No querer ser espiada por este psicópata también guarda eco con la vigilancia invisible, cotidiana, que se ejerce sobre la ciudadanía.
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