Suele ser una maldición que el didactismo y la agenda del día se impongan en las ficciones, salvo cuando eso se utiliza para darle credibilidad a la pura invención. Esa es la primera virtud de esta nueva vuelta de tuerca sobre un personaje clásico. Aunque no estamos aquí ni en la novela de Wells, ni en las películas de James Whale o –siquiera– de Paul Verhoeven, sino que la idea de una persona invisible que representa una amenaza absoluta porque posee una característica que lo provee de poder absoluto se mira desde lo cotidiano. Hay una mujer abusada por una pareja psicótica; huye. El hombre se suicida, pero no: todos sabemos que no es así y eso es lo que provee el suspenso. Primero, si se trata de una amenaza real o si está en la cabeza de la víctima. Una vez que resolvemos esa cuestión, la creación constante de un miedo creciente –claro que aquí es fundamental el fuera de campo porque el villano no se ve– a través del sonido, del montaje y, sobre todo, de la actuación de Elisabeth Moss. Solemos olvidar en los films de gran presupuesto que los actores no solo deben convencernos de la existencia de sus propios personajes sino, muchas veces, de que existe lo que está frente a ellos y que ellos no ven, porque es algo que se agrega digitalmente luego. Ese tipo de juego requiere un gran talento; Moss logra hacerlo aquí actuando “contra nada” y contagiando un miedo que supera, de modo metafísico, la agenda del día. Esto es el cine.