En una fortaleza vidriada sobre la costa de San Francisco, Cecilia (Elizabeth Moss) abre los ojos. El minucioso plan que ocupa su mente incluye la escapatoria perfecta de las garras de Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen), genio de la óptica que la tiene controlada en su morada. No es un extraño ni un secuestrador, sino su pareja, sociópata cultor de una violencia sutil y asfixiante. Es ese temor a lo cercano e imperceptible la pista inicial que elige el australiano Leigh Whannell para su mirada sobre un mundo de poder y opresión.
Apenas inspirada en el clásico de H. G. Wells y abiertamente nutrida de historias de terror doméstico como Luz de gas (1944), la nueva El hombre invisible revierte el punto de vista del original, anclado en el científico loco que anhela controlar el mundo, para seguir a su víctima, prisionera del silencio y los espacios vacíos, acorralada por amenazas en las que nadie cree.
Más allá de ciertos efectismos visuales y algunos excesos en los giros narrativos del final, Whannell consigue inquietar a partir de certeros movimientos de cámara que llevan la empatía del espectador hasta el imperativo de avistar lo incomprensible. La película tensa el imaginario de la mujer abusada entre el recuerdo de las historias de venganza de los 70, la estética analógica de los thrillers de los 90 y una búsqueda nueva, concentrada en las extraordinarias expresiones de Elizabeth Moss, quien nos deja ver un horror allí donde solo podíamos imaginarlo.