El lobo feroz
Allá por los ‘40 para asustar a las plateas, el Hombre Lobo seguramente es el hermano bobo de Drácula y Frankenstein. Quizá su nulo origen literario (puro mito folklórico), tal vez su espíritu culposo. Lo cierto es que después de las revitalizadas versiones en los ’90 de los monstruos clásicos, patinados de prestigio y alta cultura (Coppola, Branagh), vuelve a llegar, con retraso, una revisitación de la fábula del licántropo.
Extraña mezcla de clasicismo en su narración y puesta en escena con el aggiornamiento que estos tiempos requieren merced a los alcances de los efectos digitales y el gusto de los espectadores, El hombre lobo bascula entre querer y poder. Y a veces quiere más de lo que puede. Pero siempre entretiene, que no es poco.
Su guión avanza, -a veces demasiado aprisa, o con baches o contradicciones evidentes-, vestido de época victoriana con la sexualidad latente en un triángulo familiar masculino donde lo incestuoso asoma sutilmente y la fuerza femenina es de alguna manera el origen de la tragedia. Tragedia que evoca alientos shakesperianos donde no hay manera de escapar al destino fatal y los vínculos paterno-filiales esconden ancestrales anhelos de poder que la sangre no merma.
Y sangre es lo que no falta en un desfile de muertes donde lo gore como estilo visual recrea un festival de vísceras y descuartizamientos despiadados.
Una mirada endogámica donde el mal se proyecta en los prejuicios sociales (los Otros, los diferentes, en este caso la gitaneidad) pero se asienta realmente en el seno de las nobles familias originarias.
Benicio del Toro, Anthony Hopkins, Emily Blunt, Hugo Weaving disfrutan de sus roles y hacen de lo camp, kitsch. Y por si acaso, algunos detalles de manos sobre vientres o últimas mordidas bajo un cielo de luna llena dejan abierta la puerta para que la franquicia pueda continuar.