Un hombre corre por un bosque en una luminosa noche de luna llena, algo lo persigue, algo terrorífico, veloz más allá de lo humano que finalmente lo ataca con una inusitada ferocidad, con una crueldad lo suficientemente cruel como para que se descarte de tamaño crimen a cualquier animal que pueda habitar ese bosque. El ritmo de El hombre lobo es pausado a pesar de la excitación y el sobresalto que genera esa primera escena. El principal problema de esta película es el tiempo: hay una suerte de inequidad en los largos minutos que se toma para develar a la criatura y el posterior desarrollo de la trama una vez establecido el objeto de deseo (y persecución). Lawrence Talbot aparece en el relato en esos primeros momentos y se resuelve acertadamente, con pocas imágenes, su pasado y sus porqués. El presente lo trae a Blackmoor para esclarecer la muerte de su hermano (el hombre que corría por el bosque) a pedido de su cuñada en una escena muy parecida a aquella en la que Jonathan lee la carta de Mina en Drácula de Coppola, película con la que tendrá más de un contacto. El problema, decía, es que durante mucho tiempo nosotros, como espectadores, sabemos de la existencia del mal que acecha los bosques en tanto los personajes debaten sobre si es un oso o un pitufo enfurecido mientras, en un verdadero festival de tripas esparcidas, asistimos al despanzurramiento de gente por doquier. Si bien no hay nada de malo en saber algo que los personajes desconocen, se estira demasiado el suspenso del descubrimiento y para compensarlo se recurre al golpe de efecto (música incluida), del que se termina por abusar. Después de haber presenciado devaneos varios, el final se apura y se recarga la tensión en la pareja protagónica con menos química en la historia del cine.
Es inevitable pensar que El hombre lobo tenía todo para ser un interesante relato clásico, y de hecho por momentos, breves, lo logra, pero pareciera que Johnston nunca se decidió sobre qué rumbo darle a su película, y los espectadores quedamos atrapados en sus oscilaciones sobre cómo darle un giro original a la historia (como si fuese necesario) para terminar presenciando un pastiche entre una pretendida historia de amor tirada de los pelos más un conflicto padre-hijo digno de cualquier culebrón. Para eso hubiese sido mejor evitar el manoseo de la leyenda.