El oscurantismo goza de buena salud en la pantalla grande. Vampiros, magos, fantasmas, monstruos, alienígenas new age circulan por nuestro imaginario y sellan un modo de estar en el mundo. El hombre lobo, basada en un clásico del cine, viene a confirmar la tendencia, pues en vez de explorar la tensión entre instinto y racionalidad apuesta al flanco más banal de la leyenda, y literaliza un mito en pos del mero espectáculo.
En tiempos victorianos, pasado más de medio siglo XIX, Lawrence, quien está de gira interpretando a Shakespeare en el extranjero, debe regresar a su pueblo natal, Blackmoor: su hermano ha desaparecido, lee en una carta enviada por la mujer de éste; al llegar, su padre, quien no parece muy afectado por el evento, le informa que está muerto. Una bestia lo ha descuartizado. O quizás sean los paganos del vecindario, es decir, los gitanos, esos forasteros, esos Otros, propensos a la magia negra y la hechicería.
La tragedia sobrevuela la vida de los Talbot. Mucho tiempo atrás, la madre de los hermanos también fue asesinada, hecho traumático para Lawrence, que estuvo en un internado. Entre el drama pretérito de la infancia y el actual, su padre le sugiere, mirando con su telescopio nuestro brillante y blancuzco satélite natural: “El pasado es la jungla de los horrores”. Lawrence desobedecerá, y en la resolución del crimen de su hermano habrá de confrontar el de su madre y devenir, en el intento, en hombre lobo.
Esencialmente un drama edípico, esta versión de El hombre lobo de Waggoner, como ocurría en 1941, tiene un casting poderoso, pero ni Hopkins ni Del Toro pueden redimir este pastiche de La bella y la bestia, El increíble Hulk y King Kong, pues carece de suspenso dramático, perspicacia filosófica y sentido del humor, aunque la ridiculez de ciertos pasajes podrá arrancar alguna sonrisa. Así, la posible intriga narrativa parece un crucigrama para infantes. A los diez minutos de metraje ya se puede adivinar los asesinos y los móviles, y el risible giro romántico de la trama.
Si bien El hombre lobo podría haber servido como una meditación pop sobre cómo la cultura sublima nuestra condición animal (“las reglas, sin ellas nos devoraríamos unos a los otros”, dice un personaje), el grotesco visual y la pereza intelectual vencen, los efectos especiales son esquemáticos, y algunos aforismos pretenden sintetizar la desgracia humana: “¿Cuál es la diferencia entre matar a un hombre y a una bestia?”. Todo se explica y se subraya, como si el espectador fuera infradotado, y aquellos elementos interesantes, como la posible confrontación entre paganismo y cristianismo, o ciencia y mito, que diversos pasajes proponen (el grupo religioso en contra de los paganos; la clase de medicina psiquiátrica en donde se intenta dilucidar la licantropía), se dispersan en la insignificancia de obedecer acríticamente a un superstición folclórica, aquí ligada al hinduismo primitivo.
Es incomprensible que un director como Joe Jonhston, responsable de un filme como Cielo de octubre, una pieza clásica y admirable en donde el hijo de un minero, fascinado por la astronomía, inventa un cohete especial, lo que requiere estudio y una insobornable pasión por el conocimiento, sea incapaz de conmutar una fábula popular en un relato edificante. Un aceptable plano en profundidad de campo en el que Lawrence y Gwen se encuentran por primera vez en un refugio natural de la infancia es el único plano cinematográfico digno, de un extenso videoclip profuso en flashbacks espantosos y secuencias oníricas ideales para MTV, coronado por un combate entre dos bestias aulladoras que parece un símil de un videojuego berreta.
El hombre lobo remite al lado oscuro del siglo XIX, un siglo en donde el espíritu de la ciencia habría de imponerse sobre los últimos retazos de una cosmovisión en la que la magia y la superstición aún perduraban. En ese sentido, comparar el positivismo festivo (y gay) de Sherlock Holmes, del sobrevaluado Guy Ritchie, con el oscurantismo pop de El hombre lobo permite entender una confrontación que parecía superada, pero que inesperadamente regresa en pleno siglo XXI.