Almas perdidas
El cine mira caminar a los muertos. Esta verdad de Perogrullo se impone como un halo de fascinación renovada alrededor de la figura del actor Philip Seymour Hoffman a la hora de referirse a El hombre más buscado. Pero tampoco viene mal para describir el modo no tan evidente en el que los personajes de la última película de Anton Corbijn son registrados por la cámara. El holandés Corbijn es un fotógrafo de rock que un buen día sorprendió a todo el mundo convirtiéndose en cineasta de pleno derecho sin pedir permiso. Control, su primera película, era un biopic sobre la banda Joy Division (cuya imagen pública ayudó a crear y a difundir mediante sus hermosas fotografías, algunas de ellas hoy célebres) que desafiaba al espectador sin miramientos ni piedad algunos, con su viraje secreto hacia el melodrama y la exhibición de un pesimismo radical que transgredía incluso la reconocida oscuridad programática de la que el grupo del talentoso suicida Ian Curtis hacía gala. El hombre más buscado trae de inmediato una especie de eco, una vibración familiar que parece provenir sobre todo de El ocaso de un asesino, su película anterior. Si es verdad que allí el protocolo de un thriller de aspecto más o menos difuso cedía misteriosamente su lugar ante la carga de una tristeza inesperada en medio de la luz invernal de los Abruzos donde transcurría la acción de la película, del mismo modo la ambición del director no parece en esta oportunidad estar dirigida a construir una historia de espías contemporánea en toda regla (aunque se juegue con sus reglas y su apariencia). El punto de partida de El hombre más buscado trata sobre los integrantes de una agencia de seguridad alemana que es puesta en alerta ante la aparición de un enigmático chechenio que desembarca en Alemania sin papeles. Günther, el jefe del equipo interpretado por Hoffman es una criatura desastrada que sobrevive a base de cerveza y cigarrillos, completamente postergado y desestimado por sus superiores: un fantasma impenitente. La película está atravesada por un discreto lirismo y la convicción de que el cine debe renunciar a la tentación de la epifanía y sostener a pulso, contra todo obstáculo si es necesario, un cierto carácter neutro de las imágenes si tiene todavía la pretensión de ser verdadero. Corbijn conserva el tono entre gélido y espectral presente en los mejores momentos de sus películas anteriores, pero le agrega como elemento novedoso un grado inesperado de elusividad y desamparo en el círculo en el que los personajes giran, como si se tratara de animalitos de laboratorio, o quizá de almas perdidas. Hay que ver el peso concreto pero inextinguible a la vez que se hace evidente en los hombros del muerto estrella de la película (hablamos de Hoffman, claro), pero también, sobre todo, en la cara increíble de Nina Hoss, que lleva inscriptos una desdicha y un sinsabor para los que acaso todavía no se inventaron nombres: esos dos, llamados a convivir fatalmente, a rozarse, a mirarse amorosamente de soslayo y a confiar uno en el otro, ciegamente incluso, ¿cuánto tiempo más sobrevivirán? ¿Cuánto tiempo más podrán durar? El hombre más buscado luce en verdad como un desfile de seres que penan, que no tienen hogar y que solo tienen trabajo; que habitan oficinas impersonales, en una ciudad olvidada (Hamburgo) que podría ser cualquier sitio olvidado del mundo occidental: “Jugabas al borde, y cruzaste los límites”, le dice el protagonista a la joven abogada sospechada de “trabajar para terroristas” (Rachel McAdams) que termina constituyendo, incluso a su pesar, un eslabón indispensable en la cadena de colaboradores que conduce al arresto de una figura encumbrada de la comunidad islámica de Alemania. Esos límites nunca están precisos en el universo en el que se mueven los personajes, y la película los muestra siempre haciendo equilibrio, a solas con sus conciencias, aferrados a sus tareas secretas, a merced de los vientos de la política: abatidos y despechados. En una escena sorprendente, el protagonista se levanta de la mesa de un bar donde charla con una colega norteamericana que le pisa los talones (Robin Wright), va hacia el hombre que acaba de pegarle a una mujer, lo tira al piso de una trompada y vuelve a su asiento sin decir palabra. Hoffman impresiona una vez más, como en toda la película, pero en ese momento inolvidable casi podemos ver la estela de un dolor cósmico impresa en la pantalla, mientras el actor se dirige hacia el fondo del plano y regresa de él apenas resoplando dignamente, como un oso entrampado en medio del bosque. Corbijn ha conseguido filmar la sensación de desamparo del mismo modo que se filma un paisaje, o un objeto cualquiera de la puesta en escena. Pero, además, ha filmado el pánico apenas disimulado de aquellos a los que no les queda nada –ni amor, ni prestigio, ni esperanzas– pero aun así parecen no resignarse del todo a perder eso que ya no tienen.