Neil Armstrong nunca llegó tan lejos
Si la historia está o no basada en el caso real del abogado y poeta chileno Jenaro Gajardo Vera, que un buen día de 1954 se proclamó propietario legal de la Luna, es algo que la película de Paolo Zucca no aclara. Ni falta que hace. El hombre que compró la Luna, nuevo largometraje del director de El árbitro –como aquella, una coproducción entre Italia y Argentina (cortesía de Daniel Burman), más algo de apoyo albanés– utiliza ese punto de partida absurdo para construir una típica comedia étnica, como también lo eran las recientes Ocho apellidos vascos y su secuela catalana. Aquí la lógica humorística gira en un porcentaje mayúsculo alrededor del idioma, los usos y costumbres y la imagen arquetípica de aquellos nacidos en la isla de Cerdeña. En particular los hombres, ya que las mujeres prácticamente no tienen lugar en la construcción de la trama. El disparate está presente desde un inicio, cuando un importante llamado a un bunker del departamento de inteligencia del gobierno italiano pone en marcha una misión encubierta: descubrir el paradero de ese atrevido sardo que se ha declarado dueño del satélite natural terrestre.
Jacopo Cullin es el encargado de darle vida a Kevin, alias Gavino Zoccheddu, un soldado sardo de pura cepa que a puro exilio logró sacarse de encima todos los pelos y señales de su ascendencia cultural. Es el objetivo de un tal Badore (el comediante y cantante Benito Urgu) “enderezar” al joven y devolverle todos los rasgos de un verdadero hijo de la isla italiana, antes de dar comienzo a la secreta tarea. A partir de ese momento el truco narrativo de la Luna queda relegado al olvido y el film insiste en el chiste étnico durante más de un tercio de metraje. La postura corporal, la forma de hablar, la práctica de la morra (juego que los sardos genuinos parecen jugar hasta en el baño), la manera de consumir alcohol y un sinnúmero de gags visuales y verbales que pueden llegar a perderse en la traducción. Terminado el entrenamiento, llega el bis en un bar de pueblo, ya en el teatro de operaciones, que avanza por buen camino hasta que la identidad del héroe es descubierta. Ese segmento bien podría aislarse y observarse como un cortometraje en sí mismo, nada extraordinario pero sí efectivo.
En el último tramo aparecen la española Angela Molina y el serbio Lazar Ristovski (recordado por su papel en Underground, de Kusturika) como una pareja de pescadores aislados en la costa de Cerdeña. La Luna vuelve a aparecer y, con ella, una fantasía cursi que recubre de gallardía y delicadeza a los sardos, que hasta ese momento sólo parecían ser feos, sucios y malos. El humor de Paolo Zucca es de trazo grueso, aunque nunca cae en el grotesco, y está diseñado para un público lo más amplio posible, rozando a veces la incorrección política, pero sin caer nunca en ella. Como en el mundo de la publicidad, no hay crítica, apenas sometimiento al estereotipo. Y un aprendizaje moral impuesto por la trama como condición sine qua non. La imagen de un astronauta plantando la particular bandera de Cerdeña –con su Cruz de San Jorge y cuatro cabezas de moro– posee, sin embargo, cierta gracia surrealista.